DISTINTO EN MI MIRADA





SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 6:22-23

INTRODUCCIÓN

      La mirada ha sido siempre un acto humano que realmente habla mucho de quiénes somos y cuál es nuestra actitud ante las circunstancias de la vida. El modo en el que miramos el mundo, a las personas que nos rodean y a nosotros mismos, esculpen en cierta forma el medio ambiente en el que vamos a desarrollar nuestra madurez, nuestro crecimiento integral, nuestras prioridades. La mirada del otro, del semejante, en muchas ocasiones habla con más fuerza de sus necesidades, de sus deseos o de sus sentimientos que un millón de palabras, y como dice un proverbio árabe, “aquel que no comprende una mirada, tampoco comprenderá una larga explicación.” Las personas pueden intentar engañarnos con sus palabras, subterfugios y eufemismos baratos, pero la mirada siempre nos devolverá la verdad que existe tras cada mentira o falsedad, nos permitirá atisbar por un instante la motivación que existe tras los gestos, y nos dejará ver en una centésima de segundo la desnudez del alma. William Shakespeare, un gran retratista del corazón humano, nos dejó esta perla de sabiduría para la posteridad: “Las palabras están llenas de falsedad o de arte; la mirada es el lenguaje del corazón.” Y es que si lo pensamos bien, tan solo una mirada entre dos personas, nos concede el privilegio de ver quiénes somos en realidad, si nuestra alma está sucia y polvorienta por la maldad, o está reluciente y limpia a causa de la bondad.

      Existen muchas clases de miradas, y no todas son agradables cuando son recibidas y percibidas con la claridad debida. Hay miradas seductoras que invitan a romper reglas y normas por sucumbir al placer prohibido, miradas paranoicas que se suceden en un vertiginoso y nervioso ejercicio de sospecha y temor a las amenazas de los demás, miradas vacías en las que solo puede contemplarse el insondable pozo de la desesperación y la depresión, y miradas perdidas de dolor, de recuerdos traumáticos, de luto y abandono. Existen miradas ingenuas que no ven la maldad o la malicia a simple vista, y que se abren confiadamente a todo el mundo, miradas esquivas que evidencian la mentira de sus palabras y ademanes, miradas profundas en las que uno puede perderse para encontrarse y encontrar al otro, miradas tristes y llenas de amargura por causa de mil heridas e injusticias, miradas que matan como dos puñales flamígeros que buscan venganza y revancha. 

        Hay otra clase de miradas, como esa mirada desafiante que nos provoca a la acción o a la violencia, que saca lo peor de nosotros mismos, o esa mirada ausente que sueña despierta o que vive en sueños lo que querría vivir en la realidad, o esa mirada sana, que no juzga, ni condena, sino que sana, restaura y comprende. Pero la mirada que más me gusta, y creo que es la mirada que todos quisieramos tener delante de nosotros, es esa mirada de amor auténtico, incondicional, amistoso y tierno. Esa es la mirada de una madre o un padre hacia su hijo, la de un hijo hacia sus padres, la de dos personas que se unen de por vida en el marco del matrimonio, la de dos amigos que nunca renuncian a ayudarse mutuamente sea cual sea la circunstancia, la de dos hermanos, bien sea en la carne y sangre, o bien sea en la fe cristiana, y es la mirada de Jesús hacia sus discípulos, la cual construye todo un monumento a la pureza del alma, ya que la raíz de la mirada está en el corazón.

     Esta es la mirada que precisamente dedica Jesús a sus seguidores cuando elabora y proclama este Sermón del Monte. Es una mirada amable, misericordiosa, sabia y alegre que pretende inculcar a sus discípulos una nueva enseñanza que vuelve a contrastar lo aparente, lo externo y lo visible, con lo secreto, lo interno y lo espiritual. Jesús quiere llamar la atención de sus oyentes en cuanto a el modo en el que deben mirar la vida, las circunstancias, al prójimo, al enemigo, a sí mismos, y a Dios. Comienza comparando el ojo o la mirada con una lámpara, instrumento de uso y empleo cotidiano, imprescindible para poder transitar por los caminos oscuros en la noche alquitranada de Galilea, para poder alumbrar los hogares a la caída del sol, y para descubrir la realidad oculta tras el telón de la vigilia: “La lámpara del cuerpo es el ojo.” (v. 22). Nuestros ojos y miradas son la herramienta con la que contamos para poder andar y reconocer el mundo en el que vivimos. Sin ojos, necesitaríamos otras herramientas o la ayuda de otras personas para poder recorrer las calles de nuestra ciudad, hasta que pudiéramos acostumbrarnos a identificar nuestro medio por medio del tacto. La mirada es un regalo de Dios que nos permite disfrutar de la imagen de todo lo que existe a nuestro alrededor, pero debe emplearse con la debida sensatez cuando hablamos en términos espirituales.

     Si nuestra mirada se halla ocupada en buscar y procurar el bien para con los demás, en disfrutar de la verdadera esencia de las cosas y las personas, en leer las vidas de los demás sin entrar en valoraciones injustas y en llenarla de Dios y de sus promesas de eternidad reveladas en la Palabra de Dios, y consumadas en la persona del Señor Jesucristo, el alma estará llena a reventar de la luz de Dios que se traduce en sabiduría, discernimiento, santidad y amor compasivo: “Así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz.” (v. 22). El ojo que vierte luz en el alma humana recibirá su recompensa de parte de Dios, tal y como asegura Salomón en uno de sus proverbios: “El ojo misericordioso será bendito, porque dio de su pan al indigente.” (Proverbios 22:9).

      Por el contrario, si dejamos que entre a través de nuestra mirada la maldad del mundo, la envidia que corroe el espíritu, la codicia que desea ilícitamente aquello que no es tuyo, la lujuria que distorsiona tu visión del sexo y las relaciones íntimas, la glotonería que contamina el templo del Espíritu Santo que es tu cuerpo, o la ira desmedida que chispea peligrosamente con cada vistazo que echas al que te ha agraviado, las tinieblas comienzan a enseñorearse de tu corazón, la oscuridad maligna pervertirá tu buen juicio, y la violencia tenebrosa se adueñará de tus miembros para cometer crímenes y delitos perfectamente evitables con la ayuda de Dios. Pedro, hablando de los falsos maestros y pseudoprofetas los identifica según su modo de ser influidos por el mal a través de sus ojos: “Tienen los ojos llenos de adulterio, no se sacian de pecar, seducen a las almas inconstantes, tienen el corazón habituado a la codicia, y son hijos de maldición.” (2 Pedro 2:14). Si el ojo pasa de ser bueno, a provocar una guerra civil en tu fuero interno, las tinieblas del pecado dominarán tu carácter, tus relaciones, tus prioridades y tu perspectiva del prójimo y de Dios: “Pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas.” (v. 23)

      Jesús desea forjar en el carácter de sus discípulos la necesidad de poseer una mirada despojada de la malicia, del desdén o del orgullo que solamente destruyen la convivencia humana y que cortan paulatinamente el nexo de comunión que tienen con Dios. Para ilustrar esta necesidad, Jesús parece volver a recurrir a los fariseos e hipócritas religiosos de su entorno, e indica que muchos dicen reconocerse como puros e inmaculados ante los ojos de todos, aportando pruebas externas indiscutibles de su adhesión a la ley de Dios y de su proclividad a apartarse de las miserables existencias de los pecadores como indicios de su santidad y perfección. “Dios tiene suerte de contar con nosotros, aquellos que no nos dejamos ensuciar por la compañía de recaudadores de impuestos, prostitutas, ladrones y borrachos, aquellos que mostramos nuestra devoción en cada plaza y esquina, aquellos que diezmamos lo debido en el Templo, aquellos que ayunamos dos veces por semana.” Jesús desenmascara con la luz de la verdad, la auténtica motivación de estos individuos: “Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?” (v. 23) Si aquellos que presumen de ser intachables, al menos en lo que a la apariencia externa se refiere, son desdichos por sus actitudes, prejuicios, condenas y elitismos soberbios, aquella luz que dicen ostentar, solo es tinieblas al cuadrado. En sus corazones no existe amor, ni verdadera piedad o reverencia hacia Dios, solo la negrura de almas que viven para ser aplaudidos, reconocidos y para constituirse en los adalides de la genuina pureza religiosa.

     Muchos de nosotros podemos caer en este mismo error que señala Jesús. Pretender autoproclamarnos como luces y faros de esta sociedad mientras juzgamos sin conocer verdaderamente el problema de nuestro prójimo, o las causas que motivan sus conductas, o el entorno familiar y social en el que han desarrollado sus narrativas vitales. Erigirnos así en paladines de la pureza y luminosidad espiritual, en varas de medir de la exactitud y rectitud de cómo debe vivirse la vida, o en ejemplos en los que otros han de mirarse para ser avergonzados, es una actividad sumamente peligrosa, sobre todo cuando bueno no hay ni uno solo sobre la faz de la tierra, sino solo Dios, y solo Él posee la capacidad de deslumbrarnos con su mirada de luz, la cual recorrerá cada recoveco de nuestras almas, disipando las tinieblas del pecado y juzgándonos desde su gran trono celestial.

CONCLUSIÓN

     Sé distinto en tu mirada. No dejes que sea empañada, ni por el odio, el rencor o los tópicos que recorren el mundo. No permitas que el mal entre en ti a través de tu mirada, sino más bien dedica a ver y contemplar todo lo que existe a tu alrededor con la mirada de Jesús, una mirada limpia, entendida, luminosa y repleta de amor. Pídele al Señor que alumbre tu visión de la vida y verás que al mirar cualquier circunstancia o situación de esta manera, podrás ser de bendición a los demás, podrás disfrutar de verdad lo que Dios te regala y ofrece, y tendrás la capacidad de vivir por encima de la norma, como un luminar que resplandece allí por donde vayas.

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