DISTINTO EN MI DIÁLOGO CON DIOS





SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 6:9-15

INTRODUCCIÓN

       La oración es algo más que hablar con Dios. Es algo que va más allá de derramar el alma ante la presencia de nuestro Señor. Es un ejercicio devocional que supera la idea de pedir, agradecer, interceder y confesar. Para todo aquel que alguna vez haya podido leer, releer, interpretar y reflexionar sobre la oración modelo de Jesús, más conocida como Padrenuestro, las palabras que pronunciamos adquieren el sonido del compromiso y el sabor de la responsabilidad. Orar a Dios repitiendo como un loro cada una de los vocablos de este prototipo de plegaria no sirve de mucho si no se tiene en cuenta el hecho de que, antes de recurrir a ella como si de un mantra se tratase, es preciso asumir el peso y las demandas de cada una de sus partes. La hermosura y belleza de esta simple y llana manera de acercarse a Dios en oración encierra un fondo que no deberíamos desdeñar o despreciar desde la hipócrita recitación de una letanía monocorde. Es en esta sencillez que exhibe Jesús al aproximarse a Dios en oración y ruego que podemos estudiar y reconocer el sumario de nuestra fe y práctica cristianas. El Padrenuestro se alza entonces como un asidero bendito y refrescante para aquellos que no lo utilizan como un vehículo vacío y nulo en su intento torpe por invocar a Dios.

      La oración es diálogo. Es hablar a Dios y es hablar a nuestro corazón. Es desplegar nuestra alma ante Dios para que Él disponga de ella a su antojo. Es conversar con el Creador del universo, majestuoso y glorioso, y a la vez, es confesar nuestra necesidad de abrazar los consejos y directrices de un Padre amoroso y compasivo con sus hijos. Ese diálogo fructífero del que podemos disfrutar aquellos que tenemos la certeza de que nuestras palabras llegan a los oídos de Dios, es un diálogo que nos compromete y que nos enseña, que nos responsabiliza de nuestra fe y que nos provoca a poner por obra lo orado ante nuestro Señor. La oración no es un rito más con el que salir del paso del ceremonialismo institucional. Es un canal de comunicación con lo supremo, con lo inimaginable, con lo divino, y por ello, la oración deviene en un placer y un privilegio al que solo tienen acceso aquellos seres humanos que buscan sinceramente conocer a Dios y entregar sin miedo sus vidas para que Él las guíe, prospere y salve.

A. UNA ORACIÓN DE RECONOCIMIENTO DE DIOS

      Tras desenmascarar las prácticas del disfraz y de la actuación de cara a la galería de los judíos considerados piadosos por el pueblo, y después de llamar la atención sobre la futilidad de alargar y adornar las plegarias para recibir mejor respuesta de parte de los dioses paganos, Jesús propone a sus discípulos una novedosa manera de orar, que no tiene tanto que ver con las palabras exactas a emplear, sino con las líneas maestras y principios generales que deben componer una oración que contenga todo, que registre todas las variedades de acceso a Dios, y que apele al propio orante a ser consecuente y coherente con lo que expresa a Dios. Esta oración modélica principia con un reconocimiento claro de a quién se dirige el que ora: “Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.” (v. 9) La oración tradicional siempre iba dirigida al Altísimo, al tres veces Santo, al Eterno, dando empaque y reverencia al acto, colocando al ser humano en su lugar de criatura finita, y dando preeminencia a Dios sobre todas las cosas. Jesús llama aquí a Dios, “Padre”, una expresión de cercanía, familiaridad y calidez que se abre paso entre lo intrincado de los rezos oficiales, y que nos confirma como hijos de Dios, siempre a una oración de distancia de nuestro Padre celestial. La figura del Padre es la que mejor se ajusta a la intimidad del diálogo con Dios, ya que existe un cariño y una ternura especial de por medio que transforma nuestros balbuceos inconexos y nuestras peticiones erráticas en peticiones coherentes y sensatas. El hijo siempre tiene la posibilidad de acercarse al Padre sin miedo, y en ese sentimiento, el hijo sabe que nada malo o perverso procederá de su progenitor en carne y espíritu.

     Este Padre es padre de uno y de todos. Es Padre de toda una familia espiritual, de todo un pueblo unido por el lazo inquebrantable de la salvación, del perdón de pecados, de la gracia y de la cruz de Cristo. La comunidad acude en oración a Dios como Padre para así recibir de Él una suerte de bendiciones que se extienden en medio de la congregación de los santos. Este Padre es celestial, en contraposición con el padre terrenal que nos ha engendrado. La perfección del Padre que está en los cielos, contrasta con el padre injusto, pecador e imperfecto, que aun en su maldad es capaz de dar cosas buenas a sus hijos. Por tanto, tal y como Jesús recoge en una de sus enseñanzas sobre la oración, si el padre malvado bendice a sus hijos con la provisión necesaria, ¿cuánto no hará con nosotros el Padre que está en los cielos? El nombre de Dios es adorado y santificado, ya que solamente Él es santo y bueno. Esta santificación del nombre de Dios demanda de nosotros el reconocimiento tácito de que nos comprometemos a ser santos como Él es santo. Dios es santificado cuando lo hacemos en nuestros corazones (1 Pedro 3:15), temiéndole en obediencia y buena conducta delante de los hombres (Isaías 8:13). 

B. UNA ORACIÓN DE COMPROMISO MISIONERO

     Jesús continúa su oración así: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.” (v. 10). Este primer deseo de que el Reino de Dios venga a nosotros, al mundo, a ser instaurado definitivamente en medio nuestro, es algo más que un anhelo abstracto y volátil. Es trabajar para que el Reino de Dios se extienda con mayor fuerza e influencia allí por donde vamos. Es pedir a Dios que nos conceda oportunidades para que este Reino sea una realidad en nuestra familia, nuestro círculo de amistades, nuestra comunidad más inmediata. No es simplemente dejar caer que sí, que queremos que su Reino llegue, pero que sea Dios el que se ocupe de todo. Nuestra responsabilidad como discípulos de Cristo cabe en estas tres palabras, y nuestro rol ha de ser el de acelerar el proceso espiritual que consume el reinado de Dios sobre todo y todos. Jesús añade a este ansiado proyecto del Reino el sometimiento absoluto a los designios de la soberana presencia de Dios. No se trata de querer que Dios cumpla con sus planes y objetivos para con el mundo entero, sino que, de nuevo, nuestras propias palabras nos llevan a comprometernos en cumplir al cien por cien con los mandamientos y estatutos que la Palabra de Dios establece como directrices que evidencian nuestra adhesión a la causa del evangelio. Dios cumplirá con su parte, por descontado, pero nosotros hemos de vivir de acuerdo a las normas y consejos que Él nos ofrece en la revelación bíblica.

C. UNA ORACIÓN DE PETICIÓN POR PROVISIÓN

      El siguiente paso en la oración de Jesús tiene que ver con la provisión de Dios: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.” (v. 11) Esta petición que el creyente realiza ante Dios es solamente la afirmación de algo que ya está sucediendo delante de nuestros ojos. Dios sabe de qué tenemos necesidad, y tiene conciencia de qué es oportuno para nosotros, y de qué es dañino para nuestro bienestar integral. La provisión diaria de Dios no es más que la constatación de la bondad y la paternidad de Dios para con sus hijos. Él pone energías y fuerzas en nuestros cuerpos para trabajar duro, Él nos da aliento en medio de las crisis, Él adereza mesa delante de nosotros en presencia de nuestros detractores, Él nos saca de mil atolladeros que nosotros mismos nos hemos buscado y creado, Él no nos deja desamparados ni solos ante el peligro. El suministro de bendiciones de cada jornada está preparado y se anticipa a nuestros ruegos. Las promesas de Dios se hacen pan día tras día para que cada bocado que demos a ese pan, sea testimonio del provisorio amor del Altísimo.

D. UNA ORACIÓN DE CONFESIÓN Y PERDÓN

      Jesús no se olvida de un elemento primordial en la confección de nuestras oraciones: la confesión. Pero esta confesión de nuestros pecados y ruindades tendrá su justo y benéfico fruto en el perdon de Dios cuando cumplamos con nuestra parte: “Y perdónanos nuestras deudas, como también perdonamos a nuestros deudores.” (v. 12) Es fantástico y milagroso poder recibir de alguien el perdón de nuestras deudas. Es una sensación maravillosa poder quitarse un gran peso de encima, acallar la voz torturadora de la conciencia y poder comenzar desde cero de nuevo. Si solo fuesemos perdonados sin más, sin estar condicionados a perdonar a los que nos ofenden, qué fácil sería todo para nosotros. Sin embargo, el perdón de Dios tras nuestro arrepentimiento y confesión solo es alcanzable y posible cuando nosotros previamente hemos hecho otro tanto con los que nos hieren, maltratan y vejan. Es verdaderamente complicado perdonar a nuestros deudores, porque siempre queremos cobrarnos nuestra venganza para creer erróneamente que nuestra justicia imperfecta nos dará la paz ansiada. Pero si no hay perdón por nuestra parte, será imposible a todas luces poder gustar del perdón de Cristo de todos nuestros pecados. Esta parte confesional de la oración de Jesús nos desafía a ser perdonadores para ser perdonados por Dios. Jesús, como nunca tuvo problemas en perdonar a sus enemigos y malvados adversarios, incluso llevando la cruz al Gólgota, quiere enseñarnos el camino que da paz al corazón y al alma cargada con multitud de negros pecados y culpas tenebrosas.

E. UNA ORACIÓN DE PROTECCIÓN Y FORTALEZA

     La protección de Dios acompaña a la provisión y al perdón de los pecados: “Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén.” (v. 13) Aquí pudiese parecer que es Dios el que nos tienta o nos prepara situaciones en las que caer en las garras del pecado, no obstante, lo que Jesús dice es que “no nos deje caer en tentación”, esto es, que nos fortalezca en cuerpo y espíritu para poder resistir los embates demoníacos que nos llevan a practicar el mal en todas sus expresiones, obedeciendo más a nuestras pasiones desordenadas que a la ley de Dios que quiere evitarnos los amargos frutos de vivir pecaminosamente. Dios puede ayudarnos a vencer la tentación de cometer actos abominables, de sucumbir ante los atractivos mentirosos y efímeros de las prácticas perversas que este mundo nos ofrece como propias de la libertad personal, y de rebelarnos contra Él perpetrando delitos cuyas consecuencias lamentaríamos durante demasiado tiempo. En esa protección preventiva de Dios, también es precisa la protección contra el maligno, el cual, como león rugiente busca presas fáciles a las que devorar. Ante las asechanzas de Satanás es preciso contar con el auxilio celestial, porque ya sabemos que cuando transitamos por el camino arduo y tortuoso del evangelio de Cristo, entonces es cuando arrecian más los ataques inmisericordes de nuestro gran enemigo y engañador. Solo Dios puede librarnos de las artimañas astutas del diablo, y en nuestra oración no podrá faltar nuestra petición de protección y defensa contra el mal. Dios nos socorre en el trance agudo de la tentación por medio de su soberanía, de su potencia inigualable y de su majestad indescriptible, y estas credenciales están escritas en cada una de las palabras de la Biblia para defensa y contraataque de aquellos que pretenden desviarnos de la senda de la justicia y la verdad. Al final, Dios nos ha hecho y nos hará más que vencedores, ya que la eternidad es solo suya, y en ésta, un día inolvidable perecerán las embestidas del malvado por excelencia y será derrotado y avergonzado ante las naciones.

CONCLUSIÓN

     Jesús añade, tras la oración, una nota aclaratoria, que reincide sobre la necesidad del perdón al prójimo antes de iniciar el diálogo íntimo y personal con Dios por medio de la plegaria: “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas.” (vv. 14-15). Si Jesús remacha y explica de nuevo esta idea de la confesión de pecados y del perdón al que ha cometido alguna falta contra el orante, es porque era necesario entender que sin el corazón y la actitud oportunas y correctas, la oración, por muy bien pergeñada y construida que estuviese, por muy bien engarzadas que estuviesen todas las partes de la oración modelo, y por mucho fervor que pusiéramos en cada palabra y frase, no serviría absolutamente de nada. Podemos darnos cuenta entonces que el perdón previo es la clave para que nuestras oraciones adquieran la altura y el agrado que Dios desea. Sin perdón, no existe la oración, solo la letanía triste de un corazón que se engaña a sí mismo y que nunca verá las bendiciones de Dios a cada paso que dé en la vida. El dialogo con Dios no puede comenzar si primero no cuidamos nueestra comunión con nuestros semejantes y nos hacemos eco del ejemplo perdonador de Jesús.

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