DISTINTO EN MI AMOR





SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:43-48

INTRODUCCIÓN

       Ah, el amor… Nadie puede vivir satisfactoria y realizadamente en este mundo sin saberse amado y sin amar. El amor, sea bien entendido o no, es uno de los factores que caracterizan a la humanidad y que la hacen distinta de cualquier otra clase de seres. Este amor se despliega en nuestras relaciones sociales y afectivas de maneras dispares, ricas y reconocibles. El amor que se demuestra en la familia, el de un padre o de una madre por sus hijos, el de un hijo hacia sus padres, el de un hombre hacia una mujer, el de un hermano hacia otro, el de un amigo, el de un hermano hacia otro hermano en la fe, son solo unos cuantos exponentes de la gran relevancia del hecho de amar a otras personas. El amor suele surgir de manera más profunda y clara cuando dos o más seres humanos encuentran puntos en común que les hace querer seguir juntos por el camino de la vida. Tener los mismos gustos, aficiones, pretensiones, metas, ideologías y formas de pensar, allana la senda que lleva a un afecto cada vez más intenso y necesario. Muchas de las asociaciones existen precisamente por eso, o al menos lo hacen en su fundación primigenia, porque se han entrelazado afinidades que han llevado al respeto, al cariño y al amor hacia las otras personas que piensan de manera parecida.

      Sin embargo, a pesar de podemos constatar grandes amores, sentimientos entrañables muy nobles, actitudes y talantes filantrópicos de todo tipo, y comuniones prácticamente inquebrantables, lo cierto es que el amor que siente el ser humano ni es perfecto, ni dura para siempre, ni obvía las heridas o el daño causado por la infidelidad. El amor humano siempre tendrá ese componente, más o menos visible o perceptible, perverso, en el que el trato tierno es solo la antesala de quid pro quos, de devolución de favores, de consecución de intereses egoístas y de silenciación de la conciencia pecaminosa. Y es que el amor que parece que se inflama ardientemente en el corazón de muchos, es un amor selectivo, discriminador, parcial. Si nos paramos a pensar en a quién amamos, nos daremos cuenta de que nuestro amor no está al mismo nivel sea quien sea la persona. Todos hemos de reconocer que amamos más a unos que a otros, que tenemos mayor confianza con determinadas personas, que haríamos un favor a ciertos individuos a quienes tenemos en alta estima antes que a otros a los que consideramos desde el prejuicio que logra el pecado en nuestro corazón.

A. EL AMOR FARISAICO

     Esto es precisamente lo que sucedía en el alma y en el supuesto amor de los fariseos, maestros de la ley y escribas. Jesús retrata la doble faz de determinados personajes religiosos, los cuales practican el amor de una manera muy particular y poco equitativa. El maestro de Nazaret, en su discurso sobre la Ley de Moisés y su puesta en práctica desde el espíritu de la letra de la misma, pasa de hablar de la venganza y las represalias por la ofensa recibida, a tratar el asunto del amor, ambos íntimamente ligados: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo.” (v. 43). Si buscamos cuidadosamente el texto del Antiguo Testamento al que se refiere Jesús, encontraremos lo siguiente: “No aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado. No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo Jehová.” (Levítico 19:17, 18). “Vaya, vaya… Jesús, ¿te has inventado lo de aborrecer a tus enemigos?”, podríamos decir al contrastar ambos versículos. Sin embargo, por medio del conocimiento que tenemos de los escritos rabínicos en los que se interpretaba la Ley mosaica, sabemos hoy que lo de odiar al enemigo había sido una inferencia aparentemente lógica del texto original de Levítico. Es simplemente una añadidura, una acotación interesada que los maestros de la ley realizaban para verse eximidos de amar a quienes odiaban con toda el alma.

      Este es el amor farisaico, el amor de las componendas, de las convenciones sociales, de las conveniencias interesadas, de las restricciones. Los judíos lo tenían muy fácil de acuerdo a esta coletilla de la xenofobia: amar a los que formaban parte de su pueblo, a sus compatriotas y compañeros, a su carne y sangre, a su raza, a sus correligionarios, y odiar a quienes no entraban dentro de este estrecho contexto social. Como la Ley de Moisés no dice nada sobre cómo tratar a mis adversarios, lo más sencillo es concluir que deben ser aborrecidos y rechazados. Por eso, cuando Jesús entrega un nuevo desafío moral y ético a sus discípulos, cualquier judío de a pie quedaría sorprendido por su afirmación y exhortación: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen.” (v. 44) “Jesús, tú lo que quieres es complicarnos la vida. ¿No será más simple pagar mal por mal a quienes nos ofenden? Ese amor del que nos hablas está fuera de nuestra capacidad y alcance. ¿Amar a quien no cesa en su empeño de hacerme la vida imposible? ¿Pedir la bendición de Dios sobre el que me las hace pasar canutas? ¿Hacer el bien a aquel no deja de cometer maldades contra mí y contra mi familia? ¿Interceder en favor suyo ante Dios mientras me insultan, me difaman y me acosan? Ese amor que me pides, Jesús, es un amor que jamás podré sentir por el que me hace la vida un yogur, día sí, y día también.”

B. EL AMOR DE JESÚS

      De nuevo, Jesús nos deja epatados con un mensaje impensable para los que le escuchaban, y para los que le escuchamos todavía hoy. A este discurso de Jesús se lo denomina “auténtico amor en acción”. No es un simulacro de amor, un atisbo momentáneo de cariño, un breve periodo de tregua, o un efímero instante de misericordia. Se trata de puro y apasionado amor por todos: amigos y enemigos, familia y adversarios, benefactores y malvados. Este amor se expresa en nuestros actos, en nuestras palabras y en nuestras oraciones. Es amor en marcha, dispuesto a abrazar a quien no lo merece, preparado para dar una respuesta de cariño a cada improperio o vituperio. Porque amar al enemigo supone desear fervientemente que se arrepienta de sus pecados, que los confiese ante Dios y reciba la salvación de Dios. Si dejamos de amar a los que no forman parte de nuestro círculo íntimo o elitista, estamos dejando que esas personas sigan adelante con una vida abocada a la perdición y al infierno, cumpliendo así el verdadero anhelo vengativo y vindicador que reside en nuestro corazón. 

       Pero Dios no nos enseña a ser moralmente falsos. Dios nos enseña a amar a todos sin considerar más aspecto de éstos que su necesidad de recibir de Cristo el perdón de sus pecados y la vida eterna. Como dijo en una ocasión Dostoyevsky, “el amor en acción es muchísimo más terrible que el amor en sueños.” Una cosa es predicar, y otra cosa es dar trigo, como dice mi padre. El amor cristiano que hemos de desplegar, se distingue del resto de sucedáneos de amor humano cuando recordamos que cuando recibimos de Dios su amor, nosotros éramos enemigos del evangelio y de Cristo. El amor del creyente hacia los enemigos no es solo cosa de éste, sino que se apoya y perfecciona en la sobrenatural gracia de Dios en Cristo. Es este súper-amor de Dios es el que nos provee de la comprensión, de la visión nítida y del discernimiento espiritual necesarios para ver al enemigo, no como alguien al que hay que odiar y aborrecer, sino como a una criatura de Dios maltrecha por el pecado y hambrienta de la misericordia de Dios. Nuestras oraciones, acciones benevolentes y palabras de bendición son lo que Juan Crisóstomo llamaba “la cúspide más alta del auto-control”, una cumbre desde la que “a través de la oración vamos hacia donde está el adversario, nos colocamos a su lado y rogamos por él ante Dios”, como dejó dicho Dietrich Bonhoeffer, alguien que sabía lo que era ser perseguido, torturado y acosado por sus enemigos nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

C. EL AMOR DE DIOS

      Nuestra mirada debe estar colocada en sintonía con la mirada de la gracia de Dios: “Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.” (v. 45). Si posamos nuestros ojos en el modo en el que ama el ser humano, nos llevaremos una gran decepción tarde o temprano. Aunque el ser humano depravado y cruel sabe amar a los suyos, ese amor siempre se verá manchado y contaminado por la duda de su finalidad. La impureza del egoísmo siempre se manifestará de algún modo en las relaciones afectivas y sentimentales, siempre sembrará la incertidumbre en los momentos más críticos y en un momento dado, incluso hará desaparecer ese amor humano interesado por causa de las circunstancias. Sin embargo, en la gracia común que Dios dispensa a todos los seres humanos, podemos contemplar su amor indiscriminado, el cual, aunque no salva a la persona de sus pecados, sí deja la huella de la existencia de un Dios que está dispuesto a ofrecer una gracia salvífica suprema y especial a quienes se retractan de sus errores y desvaríos para abrazar una nueva vida de obediencia y seguimiento de Cristo. Nuestra es la tarea de imitar a nuestro Padre en su gracia general, sin exhibir los miserables prejuicios que la xenofobia incita en nuestros corazones errabundos.

      Jesús quiere remarcar esta gracia general que hemos de imitar y asumir de Dios, llevándonos a plantearnos la autenticidad de nuestros afectos y amores: “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen así los gentiles?” (vv. 46-47). Estas palabras van dirigidas a los judíos de todo pelaje y condición. Si ellos, que se creen superiores a los recaudadores de impuestos, unos traidores a la patria, y que se distinguen por encima de los gentiles, los paganos y los extranjeros, hacen exactamente lo que éstos practican en términos de amor, ¿en qué se diferencian? ¿No están al mismo nivel que aquellos a los que aborrecen, odian y menosprecian? Amar al que nos ama no cuesta trabajo. Surge espontáneamente. No existe sacrificio ni esfuerzo al estimar a los que nos quieren bien. Saludar a quienes nos caen de maravilla, no supone una diferencia entre las costumbres de los ritualmente impuros y las de los presuntuosos fariseos. El amor verdadero es capaz de sobrepasar los límites de la incomodidad, del confortable encuentro con los que amamos y nos aman, del tranquilo ambiente en el que todo es paz y armonía, para abrazar, bendecir y apreciar a aquellos que quiebran nuestro mundo perfecto e intachable. No hemos sido llamados por Jesús para lograr una existencia exenta de problemas y dificultades, porque el amor inconfundible de Dios nos muestra el camino a vivir por encima de la norma, la cual nos dice en los tiempos que nos toca vivir, que ames a quienes te aman, y que odies a quienes no tienen arte ni parte contigo. El evangelio del amor de Cristo nos desafía a despojarnos del espíritu farisáico de la venganza y del racismo, para dejar de poner restricciones a nuestro amor.

CONCLUSIÓN

     De nuevo, Jesús recurre al ejemplo de su Padre para que comprendamos que nuestro amor debe ser siempre puro y sin tacha para con todo el mundo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” (v. 48). Jesús recurre a un texto del Antiguo Testamento en Deuteronomio 18:13 para clarificar que el Dios de antaño sigue siendo el mismo, con su mismo amor por sus criaturas. Dios espera de nosotros que seamos perfectos, auténticos y genuinos en nuestro amor por todos aquellos que se cruzan en nuestro camino, nos amen o no, nos estimen o nos desprecien, nos muestren bondad o nos destrocen la existencia. El discípulo de Cristo ha de verse reflejado en el amor perfecto de Dios, en las motivaciones perfectas de Dios al amarnos, en el espíritu compasivo y misericordioso que hemos de demostrar en nuestros hechos, palabras y oraciones por el amigo y por el enemigo. Dios nos ayudará a perfeccionar lo imperfecto de nuestro amor por medio del fruto de su Espíritu Santo en nuestro ser interior y en nuestra conducta externa. Abandona tus prejuicios y preconceptos absurdos, y ama sin límites, porque como decía la canción,  “all we need is love”, todo lo que necesitamos es amor.

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