DISTINTOS EN NUESTRA MANERA DE HABLAR
SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL
MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”
TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:33-37
INTRODUCCIÓN
Cuando era un chavalín que corría por las
calles y los campos de cebada y girasoles como un perro salvaje junto con su
pandilla de amigos, siempre había tiempo para descubrir cosas nuevas. Teniendo
en cuenta que mis hermanos y yo eramos hijos del protestante del pueblo, el
único en su especie, tuve la oportunidad de comprobar el contraste que existía
entre lo que se enseñaba en las clases de catecismo, a las que no acudíamos por
razones obvias, y lo que la Palabra de Dios nos decía en la Escuela Dominical
de la humilde iglesia evangélica del pequeño pueblo de Tresjuncos. No faltaban
ocasiones en nuestras correrías diarías en las que presumíamos de esto y de
aquello para impresionar al resto de nuestras amistades. Para dar un toque de
importancia y de certeza de nuestras afirmaciones, solíamos recurrir a gestos
con dedos, y sobre todo, a los juramentos. Siempre había alguno de los de la
banda que nos recordaba que no se podía jurar, y mucho menos por Dios o por la
vida de nuestros seres queridos, pero que sí se podía prometer, como si este
acto fuese de menor relevancia o calidad. Se podía prometer, pero nunca jurar,
porque Dios nos castigaría terriblemente. Si lo prometías, de algún modo
cumplías con la exigencia mínima para que alguien te creyera, y si lo acompañabas
con un beso sobre el pulgar de la mano hecha un puño, nadie podía dudar de tu
relato o de tu historia especial.
Esta clase de situaciones muy propias de
la infancia, dejan de ser vinculantes cuando nos hacemos mayores y entendemos
que, salvando alguna distancia semántica concreta, prometer y jurar son
sinónimos. Comprendimos que el problema no era tanto prometer o jurar, sino
hacerlo sin conocimiento, sin pensarlo o mintiendo como bellacos. La palabra
dada como garantía de la nobleza y la sinceridad del que la da, tuvo su tiempo
glorioso en el que los acuerdos verbales y ceremoniales se cumplían a
rajatabla, y en los que lo que se aseveraba como cierto no se ponía en duda por
sistema, como se hace hoy día. En nuestros tiempos actuales, la palabra dada
verbalizada ya no tiene valor. Es necesario rodearse de cien mil documentos
acreditativos firmados de puño y letra y bajo la dación de fe de un notario
para que el que recibe la promesa o el juramente se cure en salud y guarde sus
espaldas en caso de perjurio o juramento en falso. La experiencia nefasta de
individuos que prometían el oro y el moro, y que luego, si te he visto, no me
acuerdo, ha llevado al ser humano a ser precavido y a no aceptar así como así
las intenciones indocumentadas o los propósitos inregistrables.
A. JESÚS CONDENA EL PERJURIO Y HACER
VOTOS A LA LIGERA A DIOS
Jesús precisamente toca un tema que nos
atañe a todos en cuanto a nuestra manera de hablar, de prometer y de
comprometernos a algo con alguien, sea Dios o sean nuestros congéneres. En esa
línea conductora en la que Jesús quiere dejar sentado, que sus intenciones para
con la lectura e interpretación de la ley, no son las de abortarlas o
abrogarlas. Es su deseo poder cumplir cada letra y tilde de la ley de Dios,
pero no ya desde las interesadas y distorsionadas ópticas de los religiosos de
la época, sino desde el espíritu subyacente en ésta, el cual nos lleva más allá
de una puesta en práctica superficial y ventajosa para los intereses egoístas
de la élite del judaísmo. Por eso, Jesús parte de lo que ya fue dicho en el
Antiguo Testamento, la Biblia judía reconocida por todos sus oyentes y
discípulos: “Además habéis oído que fue
dicho a los antiguos: No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus juramentos.”
(v. 33). Este mandamiento se corresponde con el que encontramos en Levítico 19:12: “Y no juraréis falsamente
por mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios”, en Números 30:2: “Cuando alguno hiciere voto
al Señor, o hiciere juramento ligando su alma con obligación, no quebrantará su
palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca”, y en Deuteronomio 23:21, 23: “Cuando haces voto
al Señor tu Dios, no tardes en pagarlo; porque ciertamente lo demandará el
Señor tu Dios de ti, y sería pecado en ti… Pero lo que hubiere salido de tus
labios, lo guardarás y lo cumplirás, conforme lo prometiste al Señor tu Dios,
pagando la ofrenda voluntaria que prometiste con tu boca.”
¿Qué es el perjurio o el juramento en
falso? Se define del siguiente modo: “Incumplir
un juramento”. Jesús está tratando dos cuestiones en este versículo 33: el
perjurio y el cumplimiento de los votos hechos a Dios. Jurar en falso supone
faltar al respeto y a la palabra dada a otra persona. Pongamos un ejemplo: yo
sé que necesito conseguir una cantidad de dinero para pagar una deuda, pero
también sé que no podré pagársela a aquel que me preste ese dinero para saldar
la deuda. Voy a esa persona, le ruego, le pido y me lo camelo para que me dé
ese dinero, pero lo hago desde la certidumbre de que ya le pagaré si puedo o
cuando pueda, o nunca, si soy una mala persona. Esto es jurar en falso,
prometer que vas a hacer algo que ya sabes que no vas a poder o querer cumplir.
Si alguno de vosotros ha pasado por un trago semejante, entenderéis
perfectamente qué se siente y la indignación y rabia que suelen despertar en
nuestra buena fe.
La segunda cuestión tiene que ver con las
promesas hechas a Dios en tiempos de desesperación, de necesidad o de crisis.
La costumbre judía tenía que ver con lo que se denominaba “voto” a fin de que
el menesteroso recibiese la ayuda divina y tras esto cumplir con una promesa
hecha en honor de Dios. Veamos qué nos dice la práctica del Antiguo Testamento.
Tenemos el ejemplo de Jacob: “E hizo
Jacob voto, diciendo: Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que
voy, y me diere pan para comer y vestido para vestir, y si volviere en paz a
casa de mi padre, el Señor será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal,
será casa de Dios; y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti.”
(Génesis 28:2), el de Ana, la madre de Samuel: “E hizo voto, diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a
la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu
sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová
todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza.” (1 Samuel
1:11), y el de David: “Porque tú, oh
Dios, has oído mis votos; me has dado la heredad de los que temen tu nombre…
Así cantaré tu nombre para siempre, pagando mis votos cada día.” (Salmos
61:5,8). También observamos que los votos no pueden hacerse a la ligera,
tal y como comprobó el juez Jefté, porque pueden tener consecuencias trágicas: “Y Jefté hizo voto al Señor, diciendo: Si
entregares a los amonitas en mis manos, cualquiera que saliere de las puertas
de mi casa a recibirme, cuando regrese victorioso de los amonitas, será de
Jehová, y lo ofreceré en holocausto… Entonces volvió Jefté a Mizpa, a su casa;
y he aquí su hija que salía a recibirle con panderos y danzas, y ella era sola,
su hija única; no tenía fuera de ella hijo ni hija. Y cuando él la vio, rompió
sus vestidos, diciendo: ¡Ay, hija mía! en verdad me has abatido, y tú misma has
venido a ser causa de mi dolor; porque le he dado palabra al Señor, y no podré
retractarme.” (Jueces 11:30-31, 34-35). Si prometes algo a Dios, no creas
que se olvidará, o que su corazón se enternecerá por tus lágrimas, puesto que
antes de prometer siempre deberás pensar dos veces qué es lo que pides y cuál
es el precio que estás dispuesto a pagar por el favor de Dios.
B. JESÚS ACONSEJA CONTRA JURAR POR LO
QUE NO ES NUESTRO
Ante estas situaciones de perjurio o de
votos comprometidos con Dios con demasiada ligereza y poca sensatez, Jesús
exhorta a sus discípulos que no debe jurarse por nada, puesto que todo es
posesión de Dios, y nada podemos usar como garantía de nuestra palabra dada: “Pero yo os digo: No juréis en ninguna
manera; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque
es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco o
negro un solo cabello. ” (vv. 34-36). Como comentaba al principio,
en la introducción, cuando eramos unos mocosos, siempre queríamos dejar bien
alto el pabellón de nuestra presunción, y en esa ignorancia del peso de las
palabras que se dicen, el juramento que concluía sin dudas que algo que
afirmábamos era tan cierto como el aire que respiramos, era el que se hacia
mentando a Dios, a nuestros padres o a nosotros mismos. “Te lo juro por Dios”, “Te lo juro que se mueran mis padres”, “Que me
caiga un rayo si no es así”, etc… eran las expresiones inmaduras que
empleábamos en nuestras conversaciones por ver quién era el más de lo más.
Sin embargo, no nos podemos arrogar la
prerrogativa de jurar por nada, porque nada es nuestro. Por el cielo no podemos
porque es el hogar de Dios, por la creación tampoco porque refleja la
revelación general de Dios a toda la humanidad, por Jerusalén, la ciudad real y
la más importante sobre la faz de la tierra, dado que era el ombligo del mundo
para los judíos, imposible, porque era el símbolo de la presencia de Dios en
medio de su pueblo por medio del Templo, y por nuestra persona, mucho menos,
porque por muy dueños y señores que nos creamos de nosotros mismos, nada
podemos cambiar que no esté en las manos de la providencia divina. En
definitiva, no es recomendable ni prudente jurar aunque tengamos la razón que
nos respalde, y mucho menos cuando la mentira o la imposibilidad están detrás
de nuestras promesas vacías. La imprudencia suele gobernar cualquier deseo o
necesidad del ser humano, y ¿en cuántas oportunidades no hemos prometido o
jurado a alguien o a Dios, y luego nos hemos visto en la tesitura de no poder
pagar nuestro voto y compromiso? Jesús quiere que quede meridianamente claro a
sus seguidores que ese no es el camino para lograr las cosas por la vía rápida
y tomando atajos repletos de falsedad y mentiras.
C. JESÚS NOS ENSEÑA A CÓMO DEBEMOS
HABLAR Y DE QUIÉN HEMOS DE CUIDARNOS
Por el contrario, Jesús nos aconseja en
conciencia que nuestra manera de hablar o de comprometernos con alguien a
través de la expresión oral, y escrita por extensión, debe ser la de la
coherencia de vida: “Pero sea vuestro
hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede.” (v. 37) No
prometas si no estás dispuesto a cumplir con tu palabra, porque podrás engañar
a unas cuantas personas, podrás reirte de tu singular capacidad de embaucar a
los demás, y podrás conseguir lo que anhelas por vías extremadamente rápidas,
pero también te estarás labrando una reputación, la cual en la hora más oscura
y crítica de tu vida, será utilizada en tu contra. Y por mucho que grites que
viene el lobo, del mismo modo que el pastorcillo burlón de la fábula mentía
para divertirse a costa de los demás pastores, luego cuando vino de verdad,
tuvo que contemplar horrorizado el fruto de sus falsedades. La coherencia es
una virtud que deberíamos saber administrar correctamente como creyentes en
Cristo, ya que la fama que vamos recabando para nosotros y para nuestros
descendientes, en el momento de la dificultad dará sus resultados y bendiciones
en forma de ayuda y socorro de aquellos que fueron testigos de nuestra
coherencia de palabra y obra. Ser consecuentes con la fe en Cristo supone ser
sinceros en nuestra manera de hablar y responder, de tal forma que todos nos
tengan por personas sabias, entendidas y confiables.
Tengamos cuidado con los engañadores que
parecen fieles corderos del Señor, pero que son lobos rapaces disfrazados de
piedad y buenas intenciones, mostrando su incoherencia entre lo que dicen y
hacen: “Profesan conocer a Dios, pero
con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a
toda buena obra.” (Tito 1:16); “Porque tales personas no sirven a nuestro Señor
Jesucristo, sino a sus propios vientres, y con suaves palabras y lisonjas
engañan a los corazones de los ingenuos.” (Romanos 16:18); “Nadie os engañe con
palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de
desobediencia. No seáis, pues, partícipes con ellos.” (Efesios 5:6-7); “Y esto
lo digo para que nadie os engañe con palabras persuasivas.” (Colosenses 2:4).
CONCLUSIÓN
Hablar por hablar, jurar y perjurar para intentar
alcanzar por la vía del sentimentalismo o el emocionalismo la meta perseguida a
costillas del inocentón de turno, prometer hasta la saciedad envolviendo a la
persona con ilusorias recompensas e intereses futuros, solo proviene del
corazón entenebrecido por la maldad. Si escuchas atentamente a alguien que
viene a ti con mil argumentos, con ojos llorosos, con lánguido rostro y con
palabras zalameras y melífluas, apelando a tu misericordia y buena fe antes que
a la sensatez y el sentido común, para lograr dinero o favores que demandan
algo que te pertenece, recuerda el dicho de Jesús: “Sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas” (Mateo
10:16) La compasión no debe nublar nuestra capacidad de raciocinio ni
nuestro discernimiento de las intenciones del que pide comprometiéndose a algo
que no está en su mano devolver o dar en el futuro. Procura que tus palabras
hablen de ti como de una persona seria que no se deja timar y como de una
persona que cumple con sus obligaciones para con otros seres humanos y para con
Dios.
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