DISTINTO EN MI VISIÓN DEL CONFLICTO





SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:21-26

INTRODUCCIÓN

       Todo ser humano con dos dedos de frente y una comprensión equilibrada de lo que significa atentar contra la vida de otra persona, entiende que un asesinato o un homicidio es un daño irreparable y definitivo. El hecho de quitar el aliento vital del prójimo ha venido siendo desde los albores de la humanidad uno de los males más virulentos y dolorosos que cualquier alma puede soportar. Saber que eliminando al adversario con saña y violencia uno puede arrebatárselo todo, que librando una guerra se tiene la oportunidad de invadir y saquear al país vecino, que envenenando, quemando, disparando y acuchillando al oponente presuntamente se acaban los problemas y las amenazas, y que derramando sangre por determinadas razones supuestamente justificadas es posible lograr satisfacción y venganza por agravios pasados, hace que la humanidad entienda que la muerte del otro supone el fin de una vida en potencia. La humanidad ha ido refinando sus métodos mortíferos, así como las motivaciones que llevan a perpetrar la fulminación de quienes estorban a sus objetivos egoístas. En nombre de Dios, de las políticas, del patriotismo, de la paz mundial o de la justicia humana, se han cometido actos de barbarie innombrables e incontables. Escuché una frase que trasladaba precisamente esta idea: “Morir por una idea siempre es admirable; matar por ella, jamás.” Giovanni Papini dijo en una ocasión hablando de las armas: “Las armas son instrumentos para matar y los gobiernos permiten que la gente las fabrique y las compre, sabiendo perfectamente que un revólver no puede usarse en modo alguno más que para matar a alguien.”

     El arrebatamiento de las vidas en la actualidad ha sufrido una banalización espantosa en la que existen vidas de primera clase y víctimas prescindibles, en la que se relativiza la muerte y el homicidio dependiendo del medio en el que se desarrollan, y en aplicar técnicas letales a embriones y fetos indefensos, en sugerir que el suicidio es una vía respetable e incluso deseable de acabar con atormentadas vidas, en fomentar la eutanasia dándole una pátina de dignidad, amor entrañable y misericordioso sacrificio. Aborto, eutanasia, suicidio, masacres de civiles eufemísticamente llamadas “daños colaterales” de la guerra, la pena de muerte, genocidios escandalosos disfrazados de conflictos bélicos civiles, holocaustos raciales, arranques vengativos que apelan a la ley del talión, promoción de la desnutrición de los menos desfavorecidos del tercer mundo, vertidos incontrolados de toxinas altamente dañinas para la salud, embutimiento de alimentos artificiales que acumulan gota a gota muerte en las venas y arterias de los consumidores, y un largo etcétera, son algunas de las maneras que el ser humano ha ideado para autodestruirse y arrasar con la existencia de sus competidores y de sus prójimos. No es de extrañar que con el paso del tiempo, ese mandamiento de que no debía matarse a nadie, se haya quedado corto en cuanto a la práctica del asesinato sanguinario en nuestras sociedades.

A. CUIDAR NUESTRAS INTENCIONES, ACTOS Y PALABRAS EN EL CONFLICTO

      Del mismo modo que muchas sociedades han condenado el acto de matar a alguien, así también la ley judía lo hacía: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio.” (v. 21) Jesús, como ya vimos en el sermón anterior, quiere demostrar a sus detractores religiosos que él ha venido a cumplir la ley, pero no la ley que tanto se empeñan en querer adecuar y acomodar los escribas, fariseos y maestros de la ley a sus propios intereses legalistas y literalistas. Jesús quiere ir más allá de lo que supone arrancar de cuajo el último estertor a un ser humano: “Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego.” (v. 22) Una persona puede estar muerta en vida, tal y como dan fe todas aquellos individuos que han sufrido el abuso físico, mental, emocional y espiritual a manos de sus verdugos. La ira y el enojo no son más ni menos que el germen interior del ser humano, el cual puede desbordarse y concretarse en acciones violentas y rocambolescamente perversas. El odio que alguien siente hacia una persona puede llevarlo a traspasar el límite de la prudencia, asestando un golpe definitivo que ya no pueda arreglarse por mucho que uno pudiese intentar solventarlo. Nadie puede resarcir una vida segada por la maldad humana. Ni todas las indemnizaciones, disculpas, arrepentimientos o penas de cárcel podrán devolvernos lo que alguien nos arrebató. Por eso, Jesús quiere condenar, no el hecho en sí mismo del asesinato, sino la raíz que lo provoca, esa raíz que todos tenemos dentro de nosotros en potencia como consecuencia del pecado en nuestras vidas.

       La visión del conflicto que debe adquirir el discípulo de Cristo debe estar centrada en el modo en el que Jesús la gestionó. Es difícil y es muy duro tener que asumir que muchas veces nos gustaría desatar toda nuestra furia sobre determinados sujetos que nos hacen la vida imposible o que nos amargan la existencia, pero que cuando sentimos ese enojo hemos de pedir del Señor templanza y dominio propio para no caer en el error trágico de ejecutar lo que entendemos por justicia por nuestra propia mano. Jesús vivió de primera mano la injusticia en sus carnes, y su actitud fue la de perdonar antes que castigar con fuego del cielo a los que le insultaban, golpeaban e injuriaban. El cristiano debe ser distinto en sus reacciones ante el conflicto aunque pueda parecer una quimera imposible de realizar. Ha de someter su ira y su odio, emociones que pugnan por manifestarse desesperada e insensatamente cuando alguien le hace daño, y ponerlas en manos del Espíritu Santo para que éste nos ayude a mantener la calma, a pensar con frialdad y racionalidad, y a tomar las medidas oportunas que no comporten violencia y derramamiento de sangre.

      Pero es que no solo Jesús condena el odio fatal hacia nuestros congéneres, sino que sigue ahondando en el sufrimiento y el dolor que el ser humano inflige en otros por medio de sus palabras y su modo de hablar y considerar a los demás. La lengua es el arma blanda que mata sutilmente”, afirmó Jaime Tenorio, seguramente con conocimiento de causa. Jesús pone dos ejemplos muy claros cuando habla de dos clases de insultos que para el judío de a pie eran una verdadera provocación y menosprecio. Llamar a alguien necio, o raca, posiblemente en arameo, suponía decir que esa persona era un cabeza hueca, un estúpido de tomo y lomo. Este menosprecio colocaba a la otra persona en una posición de incapacidad, ineptitud e inutilidad. ¿A quién le gusta que lo tachen de este modo insinuando que das asco y que nadie te aprecia? Esto es como si te apuñalaran por la espalda mil y una veces, y provoca una muerte espiritual y emocional terrible que deja su huella durante toda la vida. Lo mismo sucede con la invectiva “fatuo”. Este apelativo peyorativo ya no era menospreciar a alguien, disminuir su valor y dignidad, sino que era despreciarlo, arrebatarle cualquier valor que éste tuviera. Era la manera de decirle al prójimo que era un cero a la izquierda, un donnadie, un retardado mental, un bueno para nada. Que te traten de este modo puede hundirte completamente en la miseria, en la marginación y en la muerte de todo lo que existe dentro de tu alma. No existe peor asesinato u homicido que el del corazón que recibe este maltrato verbal y psicológico. Jesús lo sabe, y por ello coloca a la misma altura acabar con la integridad física de alguien con destrozarle la existencia con acusaciones, difamaciones, mentiras y menosprecios. Pongamos atención a las palabras de Jesús, porque si somos sinceros con nosotros mismos, sacaremos la conclusión de que ninguno escaparíamos de la pena y el castigo debidos por asesinar, matar o denigrar a alguien con nuestras palabras. El creyente sabe refrenar su ira interior y su lengua, de tal manera que ésta no sea la mensajera fiel de nuestro odio y el estilete afilado que atormente de por vida a nuestros hermanos.

B. CUIDAR DE NUESTRA INICIATIVA DE RECONCILIACIÓN

      A continuación, Jesús contrasta dos casos que podían, plausiblemente, ocurrir en la dinámica de convivencia con otros seres humanos. El primero tiene que ver con nuestra visión del conflicto que otros provocan contra nosotros: “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda.” (vv. 23-24) Jesús no está hablando de que el que te la haya hecho ha de ir a ti a buscar y procurar la reconciliación. Esa es nuestra filosofía facilona y digna de tratar el conflicto con nuestro hermano. “Él me ha causado el mal, pues que venga él a pedirme perdón.” Esta afirmación parece hasta justa. Pero Jesús, de nuevo, va más allá de nuestra postura de espera indignada, y nos desafía a ir al encuentro del que nos agravió para resolver pacíficamente el conflicto. Notemos que Jesús se refiere al hecho de presentar la ofrenda a Dios como marco en el que el perdón y la reconciliación deben darse. No podemos ofrecer a Dios nuestra adoración de manera plena y satisfactoria si todavía existe un resquemor, un rencor que sigue amargándonos día sí y día también, un poso de enojo que impide presentarnos felices y con la conciencia tranquila ante el Señor. Muchas veces hemos de pensar con la cabeza en vez de con las emociones, las cuales fluctúan y varían sin ton ni son, y reflexionar que si no vamos nosotros al agresor con mansedumbre y actitud de perdón, la cosa se va a enquistar hasta endurecerse y complicarse. ¡Cuántas familias y amistades se rompieron, y por que cada parte se enrocaba en su propia razón, no pudieron recuperar el ambiente de armonía, paz y alegría que siempre había caracterizado esas relaciones! ¿Cómo vamos a poder tener comunión con Dios si tenemos cuestiones conflictivas sin resolver, al menos por nuestra parte?

C. CUIDAR DE NUESTRA RESPONSABILIDAD Y COMPROMISOS ADQUIRIDOS

     La otra ilustración que emplea Jesús se refiere al caso contrario. Si tienes algo en contra de alguien, si has contraído una deuda que no estás dispuesto a pagar o si has metido la pata hasta el corvejón con otra persona, no debes erigir un muro obcecado mediante el cual evites o niegues lo que has hecho contra la otra parte: “Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí, hasta que pagues el último cuadrante.” (vv. 25-26). Jesús viene a decir lo siguiente: “Quien paga, se disculpa y arregla las cosas, descansa.” Si demoramos el arreglo de un conflicto personal, si dejamos que pase el tiempo pensando que el enemigo ya se olvidará del pleito o si, inocentemente, pretendemos que se nos perdone la deuda contraída por nuestra cara bonita, no esperemos sorprendernos cuando el juez, los alguaciles y la prisión nos aguarden. Mientras el asunto esté “caliente” es mejor resolverlo por las buenas, sin intermediación de judicaturas y policías. La visión del conflicto del creyente en Cristo ha de ser la de solventarlo con humildad, reconocimiento de culpa, arrepentimiento y solicitud de perdón. Sé que cuesta confesar el mal cometido, que cuesta no elaborar justificaciones peregrinas que motiven lo que hicimos, pero nuestro deber como discípulos de Jesús es solucionar el conflicto antes de que pase a mayores y el daño se convierta en algo insalvable en nuestra contra.

CONCLUSIÓN

      Vivir por encima de la norma cuando se trata de encontronazos con el prójimo no es precisamente sencillo de poner en práctica. Evitar la erupción volcánica de lava incandescente desde las profundidades del odio que albergamos en nuestro corazón no suele ser la tendencia habitual cuando alguien nos hiere. Buscar la pacificación aun cuando tenemos razones para esperar a que otros se disculpen, no es la práctica acostumbrada. Saldar las deudas a tiempo reconociendo nuestras meteduras de pata, puede llegar a ser un ejercicio complicado de asunción de responsabilidades y deberes. El creyente debe estar por encima de cualquier resolución de conflictos que desemboque en odio, menosprecio, desprecio, falsa dignidad y evasión del cumplimiento de compromisos adquiridos. Nuestra reacción debe considerarse a la luz del ejemplo modélico de Jesús: amor en vez de odio, perdón en vez de venganza, humildad en vez de orgullo, confesión en vez de insultos y quejas. No te conviertas en un asesino espiritual o en un homicida emocional, sino más bien da testimonio de tu compasión, sensatez y honradez, fruto de la acción poderosa del Espíritu Santo en cada parcela de tu vida.

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