MAS AHORA… VICTORIA





TEXTO BÍBLICO: 1 CORINTIOS 15:20-26

INTRODUCCIÓN

       Es la ladrona más sigilosa de la historia de la humanidad. Sus aterciopelados movimientos nos pillan desprevenidos, su misteriosa y enigmática manera de actuar nos sobresalta incluso cuando sabemos que tarde o temprano vendrá a visitarnos, y su afilada guadaña siempre está lista para cortar los hilos de quienes deben cruzar la puerta del más allá. Imparcial como un juez que no responde al cohecho y la prevaricación, al chantaje o a las amenazas, golpea una vez y no más con su mazo, mientras las quejas, justificaciones y sueños de los sentenciados se desvanecen por completo en el aire. Cuando se presenta con su desdentada sonrisa, nada puede hacer el ser humano. Solo resta dejarse tomar por su huesuda mano y dejar atrás la imagen de lo que pudo ser y no fue, de lo que dejamos por decir y de los abrazos que pudimos dar y no dimos. La muerte arrebata fríamente el alma del cuerpo, como si de una cirujana de precisión quirúrgica se tratase, dejando tras de sí el cascarón corruptible de alguien que anduvo sobre la faz de la tierra. Y no solo deja un rastro de finitud y sombría decrepitud, sino que en el rostro de aquellos que amaron y conocieron al finado, las grietas del dolor y los torrentes incontenibles de llanto, van cavando surcos que permanecerán como testigos mudos de la memoria de alguien querido que existió alguna vez.

     La muerte siempre vence al ser humano. El hombre y la mujer han tratado de engañarla, de idear estrategias que les permita vivir eternamente, de buscar una solución al miedo que les provoca saberse a merced del tiempo. Podemos tratar de eludir su gélido abrazo, podemos intentar despistarla por medio de los recursos médicos, podemos burlarnos por un instante de su inminente presencia cuando nos libramos por los pelos de accidentes, enfermedades graves o imprudencias. Pero no lo dudemos nunca: siempre llega puntual a nuestra cita definitiva con el fin de nuestros días. La muerte no es amable, ni misericordiosa, ni compasiva. No te regala nada ni tiene piedad de ti. Cuando menos lo esperas, el roce de su harapiento manto gris te hará estremecer de miedo y terror, de desazón e intranquilidad abrumadoras. Esta es la muerte: implacable, insensible, inexorable, ¿invencible?

    ¿Se puede vencer a algo tan poderoso como la muerte? ¿Es posible triunfar sobre ella de manera completa y definitiva? ¿Cómo podemos hacer que la muerte sea sometida bajo nuestros pies? La respuesta, una vez más, proviene de las Escrituras, y concretamente de la pluma del apóstol Pablo a los corintios. Algunos de los miembros de esta iglesia iban enseñando y predicando la idea de que la resurrección de los muertos era un camelo: “¿Cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?” (v. 12). Para estos falsos maestros la verdadera vida era la presente, la que se vivía en el cuerpo mortal y que tras la muerte nada más les aguardaba. Esto estaba contradiciendo el mensaje de un evangelio en el que Jesús resucitó de entre los muertos y en el que éste se convierte en precursor de todos aquellos que mueren creyendo en él: “Porque si no hay resurrección de muertos, Cristo tampoco resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe.” (vv. 13-14). De hecho, Pablo llama miserables a aquellos que solo creen que la vida solo se circunscribe al ahora, a la presencia terrenal y corpórea: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres.” (v. 19). El apóstol quiere acabar con cualquier malentendido sobre la vida y la muerte, y para ello expone una breve y sencilla explicación sobre la muerte y la vida.

A. CRISTO: EJEMPLO DE VIDA Y MUERTE

“Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados.” (vv. 20-22)

      Que nadie se llame a engaño, dice Pablo, Cristo ha resucitado de la muerte. Este punto fundamental que sostiene y da sentido de plenitud al evangelio de Cristo no puede obviarse. No podemos hablar de salvación y redención, de vida eterna y regeneración, sin apelar a la resurrección de nuestro Señor, algo que por otra parte, Pablo defiende en términos de historicidad y testimonio visual versículos atrás (vv. 3-9). Es un hecho innegable e impepinable que todos los creyentes deben asumir como principio nuclear de su fe. No es un discurso negociable ni susceptible de ser revisado o reinterpretado según la conveniencia de algunos. Además, el evento de la resurrección de Cristo tras su muerte en la cruz no es un hecho aislado que obedezca únicamente a una prerrogativa divina. No es un acontecimiento que sucede exclusivamente en la persona de Cristo como Hijo de Dios. Es un hecho que anticipa lo que ha de ocurrir con todos y cada uno de los que han depositado su fe en Cristo como su Señor y Salvador. Jesús es solo el comienzo de algo que todos sus discípulos van a experimentar. 

    Pablo se sirve entonces de la imagen de Adán, el primer ser humano, la cual marca el principio, tanto de la vida como de la muerte. Adán es el primer ser viviente racional y fue especialmente diseñado para entablar con Dios una relación de amor, confianza y comunión. Desgraciadamente, este Adán, rebosante de la vida que Dios le había regalado al infundirle la vida con el soplo de su Espíritu, decide desmarcarse de Dios siendo arrastrado a la codicia, la desobediencia y el orgullo que Satanás le propone. A menudo escucho a personas despotricar contra Adán o contra Eva, como si ellos fuesen el motivo de sus males, de su muerte y de su sufrimiento. La cuestión no es si ellos desencadenaron una dinámica de pecado que impregnó cada parcela de la realidad. La cuestión es que si nosotros hubiésemos estado en su lugar, hubiese ocurrido lo mismo tarde o temprano, y que por lo tanto, más allá de herencias recibidas o de genéticas defectuosas, todos somos dueños de nuestros actos, los cuales suelen ser más bien negativos que positivos. Adán solo es un modelo de nosotros mismos, un testimonio de lo que somos capaces de hacer con nuestra libertad de conciencia y con nuestro libre albedrío. La muerte no es un castigo que nos ha tocado en suerte simplemente por el hecho de pertenecer a la raza humana, sino que es el pago merecido por nuestra continua búsqueda de ser dioses y por nuestra obcecada lucha contra Dios. Sin embargo, Dios no ha querido dejarnos abandonados en nuestros delirios pecaminosos ni en nuestro camino a la muerte. Para ello ha provisto de otro hombre, Jesucristo hombre, en el que es posible vislumbrar la vida que deberíamos tener si nuestras existencias se acomodasen a la voluntad y soberanía de Dios. En Cristo y su resurrección alcanzamos la esperanza de volver a vivir del modo en el que Dios siempre quiso que viviésemos: junto a Él por toda la eternidad. Esa esperanza solamente puede recibirse cuando reconocemos en Cristo a la vida misma y cuando nos llenamos de ella mientras nos preparamos para enfrentar a la muerte.

B. NOSOTROS: LA VIDA A SU DEBIDO TIEMPO

“Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida.” (v. 23)

    La manera más sabia y prudente de afrontar el instante letal de la muerte es reconocer que todo está bajo el control de Dios. Él es el que marca los tiempos, el que conoce perfectamente el sentido de la historia, el que ha establecido los momentos clave en los que recibiremos colmada y definitivamente la vida que Él nos ha prometido. Cristo nos marca el camino, y en sus apariciones a sus discípulos y seguidores antes de ascender a los cielos, podemos contemplar la belleza, el poder y la gloria de lo que seremos cuando Cristo vuelva a por nosotros. Un Dios de orden no podría por menos que señalar los hitos de nuestra redención y salvación mientras nos ofrece una esperanzada promesa. Aquellos que confían en el Señor velarán en santidad y fidelidad hasta que, o bien  la muerte se convierta en una puerta a la gloria celestial, o bien, la segunda venida del Señor Jesucristo les conduzca con gozo y alborozo hasta el trono de la eternidad de Dios. 

       Mientras esto sucede, hemos de vivir entregados y apasionados a la causa de Cristo, predicando a diestro y siniestro el evangelio de la vida, de tal manera que muchos puedan anhelar como nosotros la futura visitación de nuestro redentor. No hemos de preocuparnos en exceso ni obsesionarnos demasiado con lo que deba ocurrir en el porvenir, pero sí debemos estar listos para recibir con los brazos y los corazones bien abiertos a Cristo en su regreso majestuoso y cósmico.

C. VICTORIA DE LA VIDA, DERROTA DE LA MUERTE

“Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte.” (vv. 24-25)

     Todo cuanto pueda suponer para el cristiano algo a lo que deber sometimiento y obediencia sobre la faz de esta tierra, sea legítimo o no lo sea, y sea benévolo o no lo sea, tiene sus horas contadas en el devenir de la historia. Cristo, como cumplimiento absoluto de todo lo que hoy es borroso, imperfecto y manipulable, ocupará el lugar en el que sentaron sus reales cualquier tipo de dominio, autoridad o poder. Todo poder humano se verá arrodillado ante el soberano del tiempo y el espacio, y aquellos que pusieron su confianza y seguridad en él se darán cuenta de lo ignorantes que fueron al depender de él y de sus frutos. Nada habrá en el universo que se compare al Reino de los Dios, y por lo tanto, el viento de la supremacía de Cristo dispersará a todas las instancias de autoridad y dominio que se hayan opuesto a su voluntad y a su evangelio. El reinado de Cristo derrotará a todos los enemigos que antaño pudieron entorpecer el avance de su reino y los entregará a un olvido eterno. 

       Todo lo que se traduce en muerte será suprimido. La desigualdad que hoy gobierna la vida de los seres humanos será suprimida. El dolor del pecado y el sufrimiento de la decepción serán suprimidos. La esclavitud cruel que cosifica al individuo, el terrorismo que ata el corazón al miedo, la corrupción política y financiera que marginan al menesteroso, el asesinato del cuerpo y del alma que derraman la vida como si fuese algo inservible, serán suprimidos de una vez por todas. La enemistad entre hermanos, los abusos de menores, la violencia de género, los atentados contra el bien común, la enfermedad mental y física, la frialdad del corazón insensible a los problemas de los demás, serán suprimidos por el poder de Cristo. La canción triste de aquel que está encarcelado solo por pensar, el hambre de justicia y pan, la sed de venganza, el rumor del prejuicio racial, sexual y social, el odio a lo diferente, la hipocresía del espíritu interesado y convenenciero, todos serán suprimidos y puestos a los pies de Cristo. La amargura que aprisiona en un puño el alma, la envidia tiñosa, la ambición desmedida que pasa por encima de quien sea para lograr los más perversos deseos del corazón, la explotación ecológica que siempre ha hipotecado el futuro de la humanidad y de la tierra, serán suprimidos por completo cuando Cristo, deseado nuestro, regrese para reinar por los siglos de los siglos. Y la muerte, enemiga de la vida, será erradicada definitivamente para dar paso a toda una existencia feliz en la presencia de nuestro Dios, en el hogar que siempre nos esperó, en los brazos amantes y palpitantes de vida de nuestro Redentor y Señor, en compañía del Espíritu Santo que contestará a cualquier misterio y pregunta que en vida pudimos hacernos. Y cuando estemos completos en Cristo, entonces podremos decir con una sonrisa en los labios: “Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:54-55).

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