CRUCE DE CAMINOS: SEPARACIÓN
SERIE DE
SERMONES “LA RUTA DE LA VIDA”
TEXTO
BÍBLICO: ROMANOS 1:1-6
INTRODUCCIÓN
¿Qué
clase de sentimientos o reacciones suele suscitar el hecho de hablar de
separación? Seguro que en primera instancia viene a nosotros una connotación
negativa del término. Y es que las separaciones que acontecen en el transcurso
de la ruta de la vida suelen ser episodios traumáticos y que entrañan un sabor
amargo. Separarse o que te separen es parte de la dinámica de la existencia.
Bien la separación es algo que procede de nuestra parte, sin importar si las
razones son legítimas o no, o es el efecto colateral de un conflicto ajeno,
ante el cual poco o nada podemos hacer. Separaciones que nunca olvidaremos en
la vida son la muerte de seres queridos para nosotros, la independencia del
hogar familiar, o las disoluciones matrimoniales. Separarse en tales casos
suele aparejar tristeza, depresión, duelo, añoranza y mil y un sentimientos más
que nos abruman y mantienen en un estado de desconcierto y abatimiento. Sin
embargo, dejar que una separación corte tu trayectoria de vida y condicione tu
futuro de manera dañina, alargando en el tiempo las secuelas que estas abruptas
separaciones provocan, puede tener consecuencias nefastas en tu crecimiento
como persona y como creyente en Cristo.
En la
vida no cesamos, igual que en cualquier viaje por carretera, de encontrarnos
cruces de caminos. Mientras conducimos por el camino de la verdad y la vida que
es Cristo, muchas disyuntivas se presentarán para hacernos dudar, para
entretenernos en la búsqueda de cosas que nos distraen de nuestro verdadero
destino, y para lograr que nos equivoquemos al elegir entre el bien y el mal.
Además, tenemos la certeza de que a nuestro lado también viajan muchas personas
a las que conocemos, a las que consideramos nuestros amigos y a las que
apreciamos, y en un momento dado, es recomendable que tengamos que separarnos
de ellos, bien momentáneamente o bien definitivamente, si queremos madurar
espiritualmente. No olvidemos que existen personas que ante un cruce de
caminos, intentarán convencernos de que su vía es la mejor y la más placentera.
Será el discernimiento del Espíritu Santo el que nos permita transitar por la
senda correcta y verdadera que lleva a la salvación. En otras ocasiones, es
preciso que cada cual asuma las consecuencias de sus decisiones y siga el que
cree que es el camino que le conviene. En definitiva, la vida está plagada de
cruces e intersecciones que nos invitan a reflexionar sobre la ruta adecuada
que como creyentes debemos tomar.
El
apóstol Pablo sabía a la perfección lo que era la separación en todos los sentidos. Afincado en la tradición
y leyes judías, seguro de su posición teológica y espiritual, intachable en lo
que a la práctica religiosa se refería, y adalid de la lucha contra la herejía
cristiana, nunca pensó que se iba a encontrar con un cruce de caminos que
cambiaría por completo su vida. Parecía que Pablo caminaba por la vía recta que
lleva a Dios, hasta que tuvo un encuentro inolvidable con Cristo que desvió su
trayectoria y transformó su visión de la vida completa y decisivamente. Fue en
el camino a Damasco donde tuvo que separarse de una religiosidad fría, ritual y
vacía para abrazar una relación de amor y salvación genuina y cálida. ¿Esta
separación fue un juego de niños? ¿Fue tan radical como algunos afirman? ¿Fue
una decisión fácil de tomar tener que separarse de todo lo que creía auténtico
y verdadero? Sin duda, tuvo que meditar, rumiar y reflexionar mucho tiempo
hasta que asumió que una nueva ruta se abría ante su vida y que ésta tenía un
propósito eterno y glorioso.
En el
primer versículo de su epístola a los romanos, Pablo habla de sí mismo como de
alguien que ha tomado una decisión clara y práctica en la encrucijada de
caminos más importante de su vida: Jesús. Ha aceptado y entendido que si quería
agradar a Dios, si quería imitar a Cristo y si quería ser lleno del Espíritu
Santo, debía separarse lo máximo posible de tres de sus adversarios más
furibundos y terribles: Satanás, su carnalidad y la mundanalidad. Del mismo
modo que él hizo, así debemos hacer cuando una nueva disyuntiva moral aparezca
en la siguiente rasante de nuestra ruta de la vida. Veamos en qué tres niveles
Pablo tuvo que separarse abrupta y definitivamente para conseguir vivir según
las disposiciones de Dios para su beneficio y para la gloria de su Padre
celestial.
A.
SEPARACIÓN DE SATANÁS Y DEL PECADO
“Pablo,
siervo de Jesucristo…”
Antes de
ser siervo de Cristo, Pablo había sido esclavo del pecado y de Satanás, algo
que no había alcanzado a ver hasta que Cristo se le manifestó en medio de su
cruzada contra los cristianos. En muchos lugares de sus cartas, él mismo habla
de sí como de alguien que había sido presa del error y de la tiranía de
Satanás. He aquí la disyuntiva que se presenta en nuestra ruta vital: servir a
Dios o vivir como esclavos bajo la bota del diablo. Si optamos por seguir
nuestro camino egoísta e insensato, no es que estemos ejerciendo nuestra
libertad a nuestro antojo, sino que es Satanás el que a su antojo mueve los
hilos de nuestra imprudencia. Muchos piensan que no necesitan a nadie que les indique
el camino a la vida, que se bastan a sí mismos para sortear todos los
obstáculos, que son lo suficientemente fuertes e independientes como para tomar
sus propias decisiones cuando el cruce de caminos aparece ante ellos. Se
engañan a sí mismos si piensan que es su voluntad la que prima ante todo,
puesto que no se dan cuenta de que Satanás ya está tramando tentaciones y
deleites perversos en los que el incrédulo caerá indefectiblemente: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien
como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea
del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” (Romanos 6:16). Inevitablemente,
cuando el ser humano está esclavizado por Satanás y el pecado, se convertirá en
un instrumento de inmundicia e iniquidad que terminará por despeñarse por el
desfiladero de la ignorancia y el orgullo: “Porque
la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo
Jesús Señor nuestro.” (Romanos 6:23).
Sin
embargo, aquel que se somete a Cristo como siervo de justicia que lucha por el
bien y la misericordia, sabe que su ruta le llevará directamente a la presencia
de Dios. Cuando nos separamos de las zarpas venenosas y zalameras de Satanás, y
nos entregamos al abrazo de amor y gracia de nuestro Señor Jesucristo, y
hacemos propósito de enmienda dejando a un lado nuestro egocentrismo y nuestra
auto-justicia, Cristo nos ayuda a tomar la senda de la vida y a salvar
cualquier barrera y disyuntiva moral que nos sobrevenga: “Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de
Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.”
(Romanos 6:22). Pablo se vio liberado de Satanás cuando comenzó a servir a
Cristo, y nunca se arrepintió de ello.
La libertad que supone ser hijo de Dios y discípulo de Cristo confiere al
creyente una sensación inagotable de sabiduría y cabalidad que proviene del
Espíritu Santo. Tal vez en nuestra separación de Satanás y de la voluntad de
pecar a diestro y siniestro, tuvimos que renunciar a cosas, personas y valores
que para nosotros eran muy importantes y valiosas, pero cuando saboreas bien la
libertad que surge de ser siervo de Cristo, nada anterior se le puede comparar.
Podemos tropezar o perdernos en las intrincadas encrucijadas de la vida, dada
nuestra inclinación a la desobediencia y la soberbia, pero siempre debemos
volver a Cristo lo antes posible: “Estad,
pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra
vez sujetos al yugo de esclavitud.” (Gálatas 5:1).
B.
SEPARACIÓN DE NUESTRA CARNALIDAD
“…llamado a
ser apóstol…”
Renunciar
a nuestros gustos y deleites carnales que atentan contra la voluntad de Dios
puede resultar un ejercicio arduo y difícil de llevar a cabo. Nos hemos
acomodado tanto a disfrutar de determinadas cosas que ahora en el evangelio ya
no tienen sentido ni razón de existir, que despegarnos de vicios y prácticas
nocivas para nuestro cuerpo y mente se nos hace cuesta arriba. Abandonar
determinadas rutinas y dinámicas engañosas que prometen placer y satisfacción
inmediatos supone en la mayoría de los casos plantearse si la decisión que
tomamos de seguir el camino de Cristo es la correcta. Esto va a pasar cada vez
que una prueba se interpone en nuestra ruta. Una enfermedad, un revés económico
o laboral, o una pérdida irrecuperable, pueden llevarnos a dudar de si ser
cristianos vale la pena o no. Es nuestra fragilidad carnal la que suele
llevarse el gato al agua en estas circunstancias adversas, y más aún si presta
oídos a lo que los incrédulos susurran sobre que de qué sirve ser cristiano si
se sufre igual o más que siendo ateos o agnósticos. Estos momentos de flaqueza
espiritual hacen que los detractores de la fe cristiana se ceben en nuestra
desgracia personal y nos intenten arrastrar a su terreno materialista y
hedonista. Pasamos de ser apóstoles o mensajeros del evangelio de Cristo a ser
apóstoles y mensajeros que predican a un Dios falso que no se preocupa por
ellos.
Pablo se
considera apóstol a causa de un llamamiento de Dios. Ser apóstol como él lo
fue, con la consideración de que esto equivalía a ser uno más entre los
apóstoles que Jesús eligió de entre cientos de sus discípulos, no debe
alejarnos de la labor de apostolado que cada creyente debe desempeñar. Todos
somos mensajeros de la gracia de Dios y de la regeneración que Cristo ha
efectuado en nuestras vidas. En nuestras palabras, actos y conductas llevamos
al mundo el testimonio de un cambio radical de vida, de un nuevo estilo vital
en el que la carne ya no se enseñorea de nosotros, sino que nuestra existencia
aspira a ser santa como Dios es santo. Esa es la idea que Pablo tiene en mente
al reseñar lo siguiente en relación con los hermanos de Roma: “(Cristo), por quien recibimos la gracia y
el apostolado, para la obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su
nombre; entre las cuales estáis vosotros, llamados a ser de Jesucristo; a todos
los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos.” (Romanos
1:5-7). Nuestra nueva manera de vivir y pensar, nuestra nueva ruta de vida,
demanda de nosotros coherencia, de tal manera que a través de nuestra
experiencia de conversión a Cristo podamos ser obedientes a la voluntad de Dios
y asumamos que somos santificados y apartados para ser propiedad de Cristo por
gracia.
C.
SEPARACIÓN DEL MUNDO
“… apartado
para el evangelio de Dios.”
El
evangelio de Cristo está absoluta y diametralmente opuesto a la corriente de
este siglo. En términos morales y espirituales, los principios rectores tanto
del Reino de Dios como de este mundo, se oponen frontalmente en la mayoría de
ocasiones. Aunque vivimos en lo que se conoce como civilización, de la que se
suponen avances en todos los campos del conocimiento, la razón y la ética, lo
cierto es que en una lectura sincera y sencilla del mensaje del evangelio de
Cristo, el choque entre civilización y evangelio es cosa segura. Continuamente
observamos como las modas, tendencias, cosmovisiones y argumentos filosóficos
postmodernos sugieren que Dios ha muerto, o que si sigue vivo, es un ente ajeno
a la humanidad y sus asuntos. La Palabra de Dios ha sido vilipendiada
sistemáticamente con ocurrencias intelectualoides, los derechos de reunión,
libertad de expresión religiosa y de culto se han suprimido o diluido en una
especie de tolerancia rancia y propia de los absolutismos, por no hablar de los
sospechosamente deliberados actos de obstaculización que siguen coartando la
normalización de la pluralidad religiosa. No cabe duda de que el mundo y sus
falacias caminan por una senda completamente distinta a aquella que seguimos
nosotros como creyentes en Cristo. No todo el monte es orégano, pero casi.
El
apóstol Pablo se sabe elegido por Dios para predicar un mensaje que el mundo no
quiere escuchar, puesto que desenmascara y desnuda todo un sistema de valores
que se asienta fundamentalmente en el pecado y la maldad humana. Si
analizásemos el porqué de determinadas prácticas, corrientes de pensamiento y
políticas, entonces sabríamos que detrás de todas ellas está el amor al poder,
la ambición desmedida y la avaricia más mezquina. Sin embargo, en una sociedad
en la que era tan complicado compartir su fe con libertad y sin miedo a
represalias como era la romana, Pablo no ceja en su empeño de identificarse
como un instrumento de Dios para salvación de muchos, a pesar de las
vicisitudes de las que fue objeto en su periplo por las iglesias de Asia Menor
y Europa. Del mismo modo que Pablo, tú y yo hemos sido apartados por Dios para
predicar y comunicar un evangelio que trastoca, trastorna y condena muchas de
las prácticas tenebrosas de este mundo. Sabemos lo duro que resulta proclamar
las buenas nuevas de salvación a aquellos que están cómodos conduciendo sus
vidas por la amplia avenida del pecado y la soberbia. Por ello, más que nunca
hemos de demostrar al mundo que somos un pueblo diferente, apartado de la
contaminación inmoral de este mundo y destinado a repartir vida a aquellos que
la quieran recibir. Si, por el contrario, decidimos dejar que la corriente de
este mundo nos absorba, estaremos traicionando a nuestro Señor y dejaremos de
ser iglesia: “Pues, ¿busco ahora el
favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si
todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo.” (Gálatas 1:10)
CONCLUSIÓN
La ruta de
la vida está repleta de encrucijadas en las que tendremos que tomar partido
entre dos o más direcciones. Si tienes clara tu trayectoria y te dejas guiar
por el Espíritu Santo, ninguna separación habrá de dolerte más allá de lo
debido. Separarnos de las garras del pecado y de Satanás supondrá tener que
enfrentar tentaciones de las que el Señor nos librará. Separarnos de nuestra
tendencia e inclinación a darle gusto a nuestros deseos carnales implicará
tener que luchar día tras día para adquirir una disciplina integral de nuestro
ser, pero Cristo nos ayudará a vencer nuestros intentos por sucumbir ante los
placeres desenfrenados que nos asalten. Separarnos del mundo y su influencia
perniciosa nos deparará burlas, escarnios e incomprensión, pero en Cristo
encontraremos la unión primordial que necesita nuestra alma con Dios y con
nuestros hermanos en la fe.
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