DIRECCIÓN PROHIBIDA: PECADO




SERIE DE SERMONES “LA RUTA DE LA VIDA”

TEXTO BÍBLICO: SALMO 51:1-9

INTRODUCCIÓN

      No existe mayor estupidez que saber que algo puede hacerte daño y aun así, quererlo. Einstein dijo una vez que había dos cosas que eran infinitas: el universo y la idiotez humana. No se equivocaba en su apreciación de la realidad. Todo el mundo sabe que el tabaco es malo para la salud, que las drogas provocan todo tipo de trastornos psicológicos y fisiológicos que tarde o temprano te llevan a la fosa, que el abuso de alcohol derivará en cirrosis hepática y delirium tremens, que participar de carreras de coches clandestinas es tener todas las papeletas para tener un accidente gravísimo, o que si te juntas con compañías tóxicas a corto plazo te verás envuelto en algún problema criminal. Sin embargo, el ser humano, tan inteligente él, tan civilizado él y tan informado él, lo primero que hace es meter la pata hasta el corvejón a sabiendas de que ése iba a ser el resultado de sus perversos planes. A mí me sorprende a veces que todavía el ser humano no sea una especie en vías de extinción. Sabe que algo está mal, pues allá que va a probar lo prohibido. Sabe que algo puede herirle o lastimarle, y como un Mihura se lanza a toda velocidad a buscarse la ruina. Si desde pequeños ya lo vemos. Le decimos al niño o a la niña: “Como metas los dedos en el enchufe, pupa.” Nos damos la vuelta a hacer cualquier otra cosa, y cuando nos volvemos a girar, ahí está el nene o la nena a punto de electrocutarse. 

      En el código de circulación existe una señal que todos somos capaces de reconocer, conduzcamos o no. Es la señal de dirección prohibida, la cual es colocada para avisar que la calle es de sentido único y que nadie debe conducir en sentido contrario so pena de tener un accidente o de ser multado. Cuántas veces he visto con mis propios ojos a personas que por no tener que dar la vuelta a la manzana, se han arriesgado a meter el coche en dirección contraria y han recibido bocinazos a mansalva por su insensatez y poca urbanidad. Eso sí, cuando nadie los caza y se saltan la señalización, se sienten como los dioses del asfalto y los más listos del barrio. Si esa señal está colocada en la bocacalle, por algo será, merluzo infractor. Pero no, el ser humano es así. Se salta a la torera las reglas y las normas de convivencia armónica porque así logra sus propósitos de manera más rápida, aunque más arriesgada, claro. Lo mismo sucede con nuestra vida espiritual y práctica. Sabemos que existen cosas que son prohibidas por Dios para nuestro bienestar integral, que si Dios ha aconsejado tal o cual cosa lo ha hecho para que no nos metamos en más berenjenales de los debidos, y que si Dios establece en su Palabra cuál es la ruta correcta que nos conduce a la vida sin buscar atajos, es porque esos atajos nos van a traer más problemas que soluciones.

    El salmista, el rey David, sabía mucho de esto. La porción de su oración en la que hoy vamos a reflexionar, se sitúa en un momento muy concreto de su vida. Todos conocemos por encima la historia desastrosa que hubo entre David y Betsabé. La ociosidad lleva a mirar lo que uno no debe, a desear lo que uno no debe, a coaccionar a quien no debe, a mentir a quien no debe, a asesinar a quien no debe y a pasar olímpicamente de un buen número de leyes que Dios había estipulado en las Escrituras. Pensar que este conjunto de transgresiones, crímenes y abusos iban a pasar desapercibidos para Dios, es como pensar que podemos robar en una comisaría de policía sin que nos pillen. La cuestión es que un buen día, el profeta Natán, consejero del rey David, se presenta ante éste para cantarle las cuarenta. Ni por asomo pensemos que David estaba compungido, o sintiendo como los remordimientos no le dejaban pegar ojo, cuando Natán quiere contarle un caso de injusticia. Todo lo contrario. Parece como si todo el mal que había hecho no tuviese importancia, como si todo fuese bien. Cuando el profeta le narra la historia del pobre y su corderilla, la indignación afluye al rostro del rey y la ira se desata contra el rico que mata a esa corderilla por el puro y simple gusto de hacerlo. Ah, pero qué poco dura esa indignación cuando Natán lo señala como ese asesino que arrebata lo que no es suyo a un soldado humilde y honorable. Ahí cae la máscara del rey, y ahí mismo tiene que reconocer su pecado y sus malas acciones para con Urías y Dios. El proceso de arrepentimiento, confesión y perdón comienza desde ese punto para él y también para nosotros si pecamos contra nuestro prójimo y contra el Señor.

A. SÚPLICA Y PERDÓN DE DIOS

“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado.” (vv. 1-2)

     Cuando nos saltamos la señal de dirección prohibida en la ruta de la vida, y tardamos tiempo en reconocer que nos hemos equivocado o en darnos cuenta de las consecuencias que siguen a infringir la voluntad de Dios para nosotros, no hay nada mejor que recurrir a la súplica sincera ante su trono. Hemos querido caminar por nuestra cuenta y riesgo por el atajo poco recomendable de nuestra voluntad malvada, y ahora entendemos que debimos prestar atención a la guía de Dios en vez de meternos en camisas de once varas. David por fin reconocía que él se había pasado tres mil pueblos, que había ido demasiado lejos en su deseo por conseguir lo que no era suyo, que demasiadas consecuencias funestas habían teñido de sangre el camino que le llevaba a poseer a Betsabé. Por eso, cuando se acerca a Dios, no lo hace pidiendo ser tratado con justicia. Bien sabía David que en justicia, merecía morir por todo lo que había hecho y provocado por culpa de un desliz que se convirtió en asunto de estado. Si Dios juzgaba en ese mismo instante a David, éste no iba a escapar a la sentencia condenatoria debida por sus delitos. David desea acercarse a Dios apelando a su piedad y misericordia inagotables. Si el Señor que lee los corazones como un libro abierto y sin secretos, podía reconocer en su súplica un arrepentimiento sincero y una disposición a asumir las consecuencias de sus actos, su gracia y su amor se manifestarían a través del perdón. David comienza a tener conciencia del alcance que este episodio fatal tendrá en su vida y en la vida de aquellos que le rodean, como más tarde comprobará con Amnón, Tamar y Absalón, y por ese motivo cree necesario remachar y enfatizar en su súplica una limpieza continua, profunda y diaria de sus pecados. 

     Lo mismo sucede en nuestro caso. A veces pensamos que como no hemos cometido un error de envergadura desmesurada como el de David, podemos pasar el día a día sin rogar a Dios que nos perdone y nos limpie de nuestras maldades. Delante del Señor, el pecado es pecado. No existe una gradación de pecados que distinga entre veniales o mortales, pecadillos y pecadotes. Pablo ya lo decía con rotundidad meridiana: “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.” (Romanos 3:23). Nadie que tenga remordimientos por algo que ha hecho o dicho, nadie que note un peso en el corazón por haber hecho el mal a otros, y nadie que sienta la culpa mordiéndole constantemente el alma, dejará de suplicar a Dios que en su gracia y compasión les perdone y les limpie del pecado. La gente sin escrúpulos cree en su ignorancia que sus acciones no tendrán su pago en esta vida o en la venidera, pero cuál no será su sorpresa cuando las llamas del infierno torturen su ser tras ser juzgados en el tribunal de Dios por toda la eternidad. 

B. ARREPENTIMIENTO Y CONFESIÓN DE PECADOS

“Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio. He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre.” (vv. 3-5)

     La súplica solicitando de Dios que en su inmensa gracia perdone cada uno de sus desvaríos y crímenes, coloca ahora a David en la tesitura de arrepentirse de ellos y de confesar sin tapujos ni falsa humildad que asume los frutos de su pecado. David es consciente de que se ha rebelado flagrantemente contra Dios y su ley. Sabía que su labor como rey era la de liderar a sus soldados en las batallas que en el momento de su pecado se libraban, y sin embargo, deja que la ociosidad ocupe el lugar de la acción y el gobierno de toda una nación. Sabía que no era correcto codiciar la esposa de otro hombre, sabía que no debía fornicar con ella, sabía que debía confesar ante Urías su pecado, sabía que estaba rematadamente mal disponer de la vida de un hombre honesto y valiente a su antojo, y sabía que era de condenar el hecho de querer esconder su pecado bajo una capa superficial de legitimidad y corrección social. Ese reconocimiento se ve además acentuado por tener todos los días ese pecado ante él en forma de Betsabé, Joab y una criatura recién nacida. La confesión de David se apoya en haber faltado a su obediencia a Dios, aquel que se lo había dado todo, aquel que había cumplido sus promesas de bendición, victoria y prosperidad. Esta confesión, la cual se publicaría como un salmo que el penitente cantaría antes de entrar en el Templo para adorar a Dios, se abre al conocimiento de toda una nación y a la clara lección que Dios da a todo el pueblo de Israel por medio de su soberano. La justicia de Dios, por medio de la muerte del hijo habido en un instante de lujuria y deseo desenfrenado, se haría manifiesta para todos, y la pureza de Dios en sus designios dejaría una imborrable huella en la memoria de todo el mundo hasta nuestros días.

      Si queremos recibir el perdón completo y definitivo por nuestros pecados es menester que nos arrepintamos de aquellas acciones que atentan contra nuestro prójimo y contra Dios. Nuestra confesión no puede ser superficial, débil o nebulosa. No podemos presentarnos ante Dios para ser perdonados con confesiones vagas y ligeras. No nos olvidemos de que Dios nos conoce perfectamente, y que desea que cada una de nuestras transgresiones e iniquidades causen en nosotros una pena y una tristeza genuinas. No vale con rezar dos padrenuestros y tres avemarías, ni vale con fustigarnos y flagelarnos como señal de penitencia. Lo que Dios analiza es la importancia que damos a los pecados que hemos perpetrado, a las consecuencias que éstos tendrán en el resto de nuestra ruta vital, y al precio que Cristo tuvo que pagar para poder ser purificados de toda nuestra malévola inclinación al pecado. Cuando reconocemos ante Dios nuestras rebeliones, somos capaces de seguir creciendo en la experiencia que nos ha reportado nuestro tropiezo, y así evitar los baches que suelen aparecer cuando menos lo esperamos en la ruta de nuestra existencia.

C. PERDÓN DE PECADOS Y RESTAURACIÓN

“He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría. Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades.” (vv. 6-9)

      David no confiesa sus faltas y pecados en público, al menos en primera instancia, tal y como se desprende de términos como “lo íntimo” y “lo secreto”. Su confesión primera fue ante Dios, sin intermediarios ni mediadores. Era David y Dios. En una habitación, en la soledad y quietud que propician concentración y derramamiento del alma, David se desahoga por completo, recordando y reconociendo la verdad de una situación que nunca debió haber pasado. De los labios del rey quebrantado ante Dios surge toda la historia de sus trágicas decisiones para que al final de su declaración ante el Señor una serie de lecciones puedan entresacarse de este episodio tan dramático de su vida. David debía aprender de sus errores, y todo debía iniciarse con el recordatorio de sus tretas y aviesas intenciones. Este es uno de los beneficios que conlleva el momento de nuestra confesión: sabiduría y discernimiento para futuros encuentros con las tentaciones.

    Otro beneficio que surge de la confesión es la limpieza de espíritu. Este lavamiento es un regalo que solamente puede dar Dios. Nadie podrá por mucho que lo intente, perdonar completamente nuestros pecados, puesto que esos que creen tener la capacidad de perdonarlos son tan imperfectos o más que nosotros. La limpieza que Dios hace en nuestras vidas es tan intensa, tan poderosa y tan concluyente que la blancura de nuestro corazón es deslumbradora. Dios toma nuestra oscuridad y contaminación y la sepulta en lo más profundo de los abismos marinos, olvida y borra totalmente nuestras culpas para comenzar de cero una vez más. A esta limpieza sigue el gozo y la alegría de saberse restaurado, de tener la certeza de haber sido renovado para una vida santa y agradable ante los ojos de Dios. El perdón de Dios tiene esa especial virtud de transformar la amargura del alma en la risa de aquel que no tiene de qué preocuparse mientras transite por el camino de la voluntad del Señor. El abatimiento y la depresión por pecados no confesados y asuntos no resueltos del pasado, serán desterrados de aquellos que acuden a Dios pidiendo honestamente su misericordia y limpieza.

CONCLUSIÓN

     La señal de dirección contraria siempre está visible mientras conducimos nuestro ser por la ruta de la vida. Otra cosa es que no la quieras ver, porque no conviene o porque somos más chulos que un ocho y sepamos más que Dios sobre cómo tomar las riendas de nuestra vida. Si Dios la coloca en algún punto de nuestro camino, solo tienes que saber que es para nuestro bienestar. Pero si decides que esa señal no va contigo y sufres un percance desastroso, debes saber que si te arrepientes de tu maniobra y confiesas tu culpabilidad ante Él, mandará tu coche abollado al taller del perdón para que listo de chapa, pintura, motor y neumáticos, puedas retornar al camino, la verdad y la vida que es Cristo, tu mejor mecánico y chapista.

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