IMPUESTOS DEL TEMPLO


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 16-17 “HIJO DEL DIOS VIVIENTE” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 17:24-27 

INTRODUCCIÓN 

       Seguro que habrás escuchado alguna vez la frase “Hacienda somos todos.” Este slogan forma parte de un enunciado más extenso que rezaba así: “Ahora Hacienda somos todos. No nos engañemos.” Esta campaña que se lanzó en el año 1978 desde el Ministerio de Hacienda en pleno inicio de la andadura democrática de nuestro país, pretendía hacer ver a los que normalmente, o no la presentaban, o falsificaban sus datos, que a partir de ese momento se iba a perseguir cualquier falta de solidaridad impositiva. Aunque el control de las rentas de los españoles ha avanzado, sobre todo en las estrategias para vigilar el cumplimiento de las leyes tributarias, sabemos que siempre existen personajes que se las saben todas, que conocen los entresijos, atajos y lagunas que la normativa posee, y que buscan la manera de defraudar a Hacienda pagando menos impuestos, o directamente no pagándolos. Los impuestos, como todos creo que sabemos, son “las cantidades de dinero que hay que pagar a la Administración para contribuir a la hacienda pública.” Existen muchas clases de impuestos: de lujo, directos e indirectos, sobre el valor añadido, sobre la renta, etc. En teoría, estos impuestos que se nos demandan desde la Administración sirven al objeto de financiar los servicios que el gobierno tiene que prestar a los ciudadanos como pueden ser la sanidad, la educación, las comunicaciones, la justicia o la seguridad. 

      Benjamin Franklin, padre fundador de los Estados Unidos de América, dijo en una ocasión que “en este mundo solo hay dos cosas seguras: la muerte y pagar impuestos.” Conforme nos emancipamos de nuestros padres y empezamos a contraer obligaciones de todo tipo, nos adentramos en la maraña interminable de impuestos y gravámenes que se nos proponen desde lo público. Si somos ciudadanos con un sentido de solidaridad social y nacional, pagaremos de buen grado aquellos impuestos que se nos demanden. Si, por otro lado, preferimos evitar que se nos reste de nuestro jornal o de nuestras ganancias una cantidad determinada de dinero para costear el sistema de bienestar de nuestro país o región, no nos extrañemos luego que las inspecciones periódicas de Hacienda un buen día te den el sablazo del siglo al no colaborar en tiempo y forma. En los momentos en los que escribo este sermón, todavía resuena el eco de la polémica de los youtubers españoles que prefieren establecer su lugar de residencia en Andorra, dado que la carga tributaria que sufren parece ser que es bastante pesada, a su modo de entender. 

1. EL IMPUESTO DEL TEMPLO 

       Todo buen judío que se preciase en tiempos durante los cuales se desarrolló el ministerio terrenal de Jesús, debía cumplir con varios requisitos: asistir a la sinagoga, observar las fiestas de guardar, peregrinar una vez al año rumbo a Jerusalén y pagar sus correspondientes impuestos para el sostén del templo. Jesús, a tenor de lo que comprobamos en el relato de los evangelios, se ajusta a este perfil del buen judío, intachable y piadoso. Sin embargo, aún queda por llevar a cabo la última acción de la lista, debe contribuir al sostenimiento del templo depositando la cantidad establecida por las Escrituras en manos de los recaudadores ad hoc. Este día al fin llega, tal y como el propio Mateo consigna en el texto que hoy nos ocupa: “Cuando llegaron a Capernaúm, se acercaron a Pedro los que cobraban las dos dracmas y le preguntaron: —¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas? Él dijo: —Sí.” (vv. 24-25a) 

       Después del intenso momento desplegado en el monte de la Transfiguración, y tras la recriminación de Jesús a sus discípulos acerca de su falta de fe a la hora de liberar a un muchacho de una posesión demoníaca, todos los discípulos regresan al cuartel general que se halla ubicado en la ciudad pesquera de Capernaúm. En un instante en el que Pedro se separa del resto de compañeros para saludar tal vez a algún familiar o amigo, o para respirar junto a la orilla del lago el olor a pescado y redes tendidas al sol, unos hombres lo abordan de sopetón. Se trataba de varios cobradores del impuesto del templo, los cuales recorrían el puerto pesquero para recordar a sus compatriotas su obligación de sufragar con sus impuestos las necesidades que se derivaban del mantenimiento del templo, del jornal de los sacerdotes y del surtido de víctimas propiciatorias para el sacrificio. Mateo, el escritor de este evangelio, seguramente conocía la función de estos recaudadores, y posiblemente incluso tendría idea de cómo, a veces, estos publicanos se aprovechaban de su posición para enriquecerse. También nos consta que estos recaudadores en concreto no eran tan mal vistos como aquellos que recogían los impuestos que el Imperio Romano solicitaba. 

       Pedro se detiene, y los recaudadores le hacen una pregunta en la que atisbamos que conocían a Jesús y que tenían en mente que este era el maestro de Pedro y de otros discípulos. No le piden groseramente el impuesto, sino que, de forma fina y elegante, esperan que Jesús esté a la altura de un buen y piadoso judío. El pago debía ser de dos dracmas, esto es, de dos días de jornal de un trabajador estándar. Una dracma equivalía a un denario romano. Este impuesto se solía pagar una vez al año y, aunque se estableció formalmente durante la época del Segundo Templo, estaba estipulada su obligación en el libro del Éxodo: “Cuando hagas un censo de los hijos de Israel conforme a su número, cada uno dará a Jehová el rescate de su persona al ser empadronado, para que no haya entre ellos mortandad a causa del censo. Esto dará todo aquel que sea censado: medio siclo, conforme al siclo del santuario. El siclo es de veinte geras. La mitad de un siclo será la ofrenda reservada a Jehová. Todo el que sea censado, de veinte años para arriba, dará la ofrenda a Jehová.” (Éxodo 30:12-14)  

      Aunque este pasaje se refiere más al Tabernáculo de Reunión, esta normativa pasó a identificarse con el tiempo con los dos templos de Jerusalén, los cuales eran considerados que estaban en un peldaño más alto de perfeccionamiento superior. El siclo o shekel equivalía a cuatro dracmas, por lo que medio siclo eran dos dracmas. Pedro, que no tenía ni idea de si Jesús había realizado esta contribución, les confirma que sí, que Jesús, como judío de pro, aportaría la cantidad estipulada sin problema. 

2. EXENCIONES FISCALES 

      Pedro regresa a la casa donde todos los discípulos en compañía de Jesús estaban descansando y planificando los siguientes pasos a dar en su ministerio misionero: “Al entrar él en casa, Jesús le habló primero, diciendo: —¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos o de los extraños? Pedro le respondió: —De los extraños. Jesús le dijo: —Luego los hijos están exentos.” (vv. 25b-26) 

       No pudo Pedro ni decir “Hola, ya estoy en casa,” que Jesús le pide que se acerque para comentarle algo. Jesús le ruega que se siente junto a él porque tiene que hacerle una pregunta de la que requiere su opinión. La cuestión se antoja a Pedro bastante enigmática en primera instancia. Su maestro le habla de los reyes de la tierra, de los gobernantes del mundo y de su administración de fondos financieros. Mirándolo a los ojos, Jesús le interroga sobre de dónde salen los tributos e impuestos que los reyes normalmente recaudan. Aquí aparece el término “tributo,” el cual, aunque puede llegar a ser sinónimo de “impuesto,” sin embargo, adquiere un sentido dentro del contexto histórico de los tiempos de Jesús de “cantidad de dinero o de bienes que el vasallo debía entregar a su señor como reconocimiento de obediencia y sometimiento.” ¿Quién, en definitiva, debe pagar esta clase de gravámenes? ¿Los que forman parte de su familia, aquellos que son de su propia nación? ¿O los extranjeros que viven en su territorio, aquellos pueblos que han sido sometidos por derecho de conquista?  

       Pedro, sin pensarlo ni mucho ni poco, entiende que los impuestos y tributos deben cobrarse a los extraños, a los forasteros, a los conquistados, a los vasallos. Al parecer esta era la costumbre y la norma imperantes en esta época en la que Roma se enriquecía y se engrandecía gracias a los tributos que llegaban de los cuatro puntos cardinales de su extenso dominio. Jesús, asintiendo ante la breve contestación de Pedro, concluye entonces que los hijos no deberían tener que pagar el impuesto por cuanto son descendientes o compatriotas del gobernador de turno. Pedro se rasca la cabeza por un instante, hasta que se da cuenta de que, a la luz de su reciente confesión de que Jesús era el Hijo del Dios viviente, el Mesías anunciado, alguien mayor que Salomón y que el Templo de Jerusalén, Jesús no debería pagar el impuesto del templo. Jesús era el Señor del Templo, y aun mayor que este era, por cuanto la presencia divina y la gloria de Dios se hacía perfecta en su propia persona. El templo, desde el mismo momento en el que Jesús irrumpe en la historia, ha dejado de cumplir con la misión para el que fue edificado. En Jesús habita la plenitud de la deidad, y, por tanto, él es el Rey de reyes y Señor de señores, y sus discípulos, sus hijos y coherederos, todos ellos exentos de tener que atender a la obligación de pagar esta tasa impositiva terrenal. 

3. CUMPLIENDO CON HACIENDA 

       No obstante, Jesús, tal y como hizo en otras ocasiones, asume que debe cumplir con la ley judía como cualquier ciudadano judío de su comunidad: “Sin embargo, para no ofenderlos, ve al mar, echa el anzuelo y toma el primer pez que saques, ábrele la boca y hallarás una moneda. Tómala y dásela por mí y por ti.” (v. 27) 

       Jesús no vino al mundo a quebrantar la ley de Moisés, ni llegó para soliviantar a nadie por cuestiones nimias y reglamentarias. Él ya dijo lo siguiente: “No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir, sino a cumplir, porque de cierto os digo que antes que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido.” (Mateo 5:17-18)  

       Provocar no era su estilo. Otra cosa es que, al resucitar el espíritu de algunas de las maltratadas y abusadas leyes, algunos pudiesen sentirse ofendidos a causa de su apego egoísta por la hipocresía y la manipulación religiosa. Pero este no es el caso, por supuesto. Se trataba más de un mero trámite que había que afrontar con serenidad y compostura, con la naturalidad con la que se conduce una persona ante los ojos del resto de su comunidad. Jesús nunca se opuso a contribuir en el mantenimiento del templo, aun sabiendo proféticamente que iba a ser destruido en el año 70. Dar el dinero requerido iba a ser, de algún modo, una forma de evitar las habladurías, de eludir cualquier reproche religioso y de esquivar acusaciones antipatrióticas.  

      De hecho, recordaremos que Jesús siempre mantuvo este perfil de obediencia a las normas. Ya en su bautismo, Juan el Bautista le dice a Jesús que el que de verdad debe ser bautizado es él mismo por su mano. Pero Jesús le responde: “—Permítelo ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.” (Mateo 3:15) En otro momento, cuando se le pregunta sobre pagar el impuesto al César, Jesús sale del aprieto con el que se le quería pillar en un renuncio, apelando a pagar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mateo 22:15-22) Estos son dos ejemplos claros de cuáles eran las auténticas intenciones de Jesús en relación a los deberes que todo judío debía afrontar. La humildad, el testimonio dado delante de los seres humanos y la obediencia, siempre fueron santo y seña de nuestro Señor.  

      Así, con el propósito de no iniciar incendios innecesarios, pide a Pedro que se dirija al mar, a que eche el anzuelo y a que pesque. Pedro, de nuevo pone cara de extrañeza ante la petición de Jesús. ¿Qué tendrá que ver la ofrenda del templo con ir a echar la caña en el mar para pescar?, parece preguntarse para sus adentros. Pero también estaba acostumbrado a esta técnica que usaba su maestro a la hora de enseñarle y de manifestar su poder. Jesús le dice que cuando pique el primer pez, que le abra la boca y que saque de su interior una moneda, tal vez un siclo o quizá un denario. Con esta moneda deberá pagar a los cobradores, no solo por sí mismo, sino por el propio Pedro. ¿Creéis que en la bolsa que gestionaba Judas Iscariote no habría dinero suficiente como para hacer frente a este pago? Seguramente.  

      Sin embargo, Jesús escoge demostrar su dominio, control y autoridad sobre la casa de todos, sobre toda la creación, a fin de reafirmar la confesión de Pedro, la transfiguración y la expulsión del ser diabólico. Jesús, como Hijo del Dios viviente, tenía el poder de hacer que la propia naturaleza se doblegara ante su voluntad, que un humilde pez le proveyera de la moneda necesaria para pagar el impuesto del templo, y que el milagro de este hallazgo calara profundamente en el corazón de Pedro.  No se nos dice si, efectivamente, Pedro halló esta moneda, pero ante el silencio de la conclusión de este episodio, no queda más que creer fervientemente que todo sucedió tal y como Jesús lo había dicho.  

CONCLUSIÓN 

       Historias como esta no solo nos ofrecen una mirada más penetrante del corazón de Jesús, de su ética personal y de su identidad divina. También nos inspiran a visualizar el modo en el que el Hijo del Dios viviente actuaba para enseñarnos en la distancia de los siglos que debemos de comportarnos del mismo modo en el que él lo hizo. Despojado de toda soberbia, lleno de razones para rechazar llevar a cabo acciones que no le correspondían como Dios encarnado que era, y libre para reclamar su reinado sobre el mundo creado, Jesús nos instruye sobre la importancia de ser buenos ciudadanos, que cooperan en el progreso de nuestro estado de bienestar, que se muestran sensibles ante las necesidades del resto de nuestros congéneres. Jesús nos identifica como hijos de Dios Padre, como coherederos de su gloria, como hombres y mujeres exentos de pagar el precio de nuestro pecado.  

      Más allá del milagro en sí, que es ciertamente espectacular y providencial, nuestro corazón debe llenarse con la idea de que mientras vivamos en este plano terrenal, hemos de caminar de acuerdo a su modelo y ejemplo. Tal vez existan leyes que atenten contra la voluntad de Dios, y en estos casos debamos contentar al Señor y no a los seres humanos, pero cuando la normativa no agreda a nuestra fe y a nuestra conciencia, habremos de ser los ciudadanos más comprometidos y consagrados con el sostenimiento de nuestras infraestructuras e instituciones, incluso aunque sepamos que algunos administradores de la hacienda pública se lucren a nuestra costa y sustraigan de lo de todos para costear lo suyo propio. Responsabilicémonos de nuestras obligaciones fiscales y seamos, como también dijo el mismo Jesús, “así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” (Mateo 5:16)

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