TRANSFIGURACIÓN


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 16-17 “HIJO DEL DIOS VIVIENTE” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 17:1-13 

INTRODUCCIÓN 

       Es en los momentos cruciales de la historia de una persona en los que es necesario un instante de aliento y reposición de fuerzas. En los hitos que caracterizan la existencia humana es donde más se requiere de un espaldarazo que reafirme las decisiones tomadas y que apoye el camino que se ha elegido con determinación y firmeza. Justo en las encrucijadas de nuestra dinámica vital, es que nos viene a las mil maravillas la garantía de que seremos respaldados y la seguridad de que la elección que sostenemos es la correcta, la que mejor convierte nuestros sueños y planes en una realidad bienaventurada. ¿A quién no le agrada ser escoltado por el ánimo de personas sabias y que avalan tu compromiso con una senda que se proyecta ante él? Tomar determinadas decisiones, afrontar retos y desafíos, saltar al vacío de la incertidumbre del porvenir o abrir la puerta de lo desconocido, requiere de otras voluntades que se adhieren a la nuestra, puesto que estas nos brindan una confianza inusitada en aquello que vamos a emprender. Todos anhelamos rodearnos de personas que nos aman y que nos sostienen en oración y en consejo, a fin de poder ser sabios a la hora de dar el primer paso en las disyuntivas que nos propone este plano terrenal. 

      Todos aquellos que conocemos a Cristo como nuestro Señor y Salvador, que consideramos a Dios Padre como nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones y en las coyunturas críticas, y que nos dejamos guiar por el Espíritu Santo cuando hemos de tomar partido por una vereda existencial u otra, tenemos la certeza de que nunca estamos solos en el preciso momento en el que hemos de escoger en la vida. Nos sentimos ampliamente cubiertos por la protección divina, a la par que profundamente agradecidos por sabernos en las manos de Dios, aquel que conoce los tiempos y las sazones, lo mejor y lo peor que nos podría pasar, las consecuencias beneficiosas o nefastas de nuestras decisiones. Por eso, cuando hemos de buscar otros horizontes, dentro de cualquier ámbito, Dios siempre nos respalda y nos anima desde su sabia y perfecta voluntad para nuestras vidas. ¡Qué sensación tan maravillosa disfrutamos cuando notamos cómo el Señor nos auxilia en nuestra toma de decisiones, dirigiendo nuestros pensamientos y expectativas hacia lo que mejor nos conviene! ¡Qué hermoso es experimentar su poder, su gracia y su providencia justamente en los puntos de inflexión de nuestras vidas! 

       Jesús también se halla en esta clase de tesitura. Después de anunciar a sus amados discípulos que debe marchar a Jerusalén para ser entregado y maltratado por las autoridades religiosas judías, y que su destino final es la muerte, Jesús necesita un apoyo que, como vimos en el sermón anterior, no recibe por parte de sus pupilos. Todo lo contrario. Vemos a Pedro intentando quitarle de la cabeza la idea de ser capturado y ajusticiado, en lugar de asumir el plan de Dios de redención que requería invariablemente de la muerte de su Hijo unigénito. Dado que, de los seres humanos, incapaces de entender todo lo que está en juego en esta última etapa del ministerio terrenal de Jesús, poco ha de esperar en este sentido, el Maestro de Nazaret necesita como el beber una señal celestial que lo aliente, que lo apoye y que lo inspire en estos momentos tan tristes y descarnados. Sabe que va a morir. Con esta certidumbre, cualquier ser humano podría llegar a volverse absolutamente loco, pero Jesús asume su responsabilidad y compromiso de amor para con los pecadores del mundo y de la historia, y afirma su rostro para cumplir fielmente con su cometido fundamental: salvar lo que se había perdido. 

1. TRANSFIGURACIÓN GLORIOSA 

      Todavía con el regusto agridulce de la actitud de Pedro en el paladar, pasan varios días hasta que la señal de respaldo requerida por Jesús antes de encarar su destino mortal llega de una forma extraordinaria:Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte alto. Allí se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías, que hablaban con él. Entonces Pedro dijo a Jesús: «Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, haremos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»" (vv. 1-4) 

       Jesús era consciente de que la hora de su confirmación había llegado al fin. No desea retirarse a solas, como era su costumbre cada vez que tenía que hablar con su Padre y así recabar sus instrucciones para un nuevo día de trabajo. Escoge de entre sus doce discípulos a tres de ellos, los cuales serán testigos de excepción de un acontecimiento sobrenatural que constatará y reafirmará la declaración que Pedro había realizado acerca de la identidad de Jesús días atrás. Pedro, el primero en declarar abiertamente quién era Jesús en realidad, Jacobo, futura cabeza de la iglesia en Jerusalén tras la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, y Juan, el más joven de ellos, hermano de Jacobo, y futuro observador del segundo advenimiento de Cristo en su visión de la isla de Patmos, más conocida como Apocalipsis, serán los tres discípulos llamados a contemplar con sus propios ojos un espectacular y estremecedor evento interdimensional. Aunque tradicionalmente muchos han estimado que el monte al que se retiran es el Monte Tabor, no se nos ofrece mayor información acerca de la ubicación del fenómeno extraordinario que está a punto de ocurrir. Lo importante, después de todo, era el acto y no el escenario en el que se desarrollan los acontecimientos. 

      En cuanto pusieron su planta en las alturas de este monte, Jesús se transfigura. Por transfiguración, entendemos que Jesús transforma su apariencia habitual para revelar su auténtica identidad y naturaleza. Jesús, tal y como había confesado Pedro, es el Hijo del Dios viviente, el Cristo, el Mesías prometido, Dios encarnado. Despojándose de su figura terrenal, Jesús muestra a sus seguidores más íntimos una visión sobrecogedora de su divinidad. El rostro comienza a deslumbrar sus ojos, cegándolos con la intensidad de su gloria y majestad desencadenadas. Sus vestiduras se convierten en un refulgente rayo de luz, en un blanco nuclear que prácticamente no pueden resistir. El esplendor de la divinidad de Jesús llena todo a su alrededor, y los discípulos quedan anonadados mientras su visión inicia su lenta adaptación. Estaban viendo a Dios cara a cara, de eso no había duda, y esta vivencia espectacular confirmaba definitivamente que era algo más que un maestro, que un profeta o que un revolucionario. Dios estaba con ellos en esa montaña y Jesús iba a ser glorificado anticipadamente, aunque fuese por un breve tiempo, por su Padre celestial. 

      Por si esta fantástica y asombrosa experiencia no les había llenado de admiración, sin saber cómo, aparecen junto a Jesús dos siluetas, las cuales poco a poco van reconociendo como las de dos eminencias de tiempos ancestrales. No tenemos conocimiento de cómo Pedro, Jacobo y Juan reconocieron a estos dos varones que conversaban animadamente con Jesús. ¿Fue la clase de conversación la que les dio alguna pista? ¿Se presentaron de alguna forma cuando hicieron acto de aparición? La cuestión es que tuvieron la oportunidad de encontrarse personalmente con dos de los profetas que encarnaban todas las promesas de Dios a su pueblo acerca de su redención. Por un lado, estaba Moisés, símbolo inequívoco de la Ley judía, de la Torá, libertador de Israel de la tierra de esclavitud en Egipto, tipo de Cristo, aquel que nos ha liberado de las ataduras del pecado. Por otro lado, encontraron a Elías, exponente legendario del profetismo anticipador del advenimiento del Cristo, llevado en vida a los cielos como recompensa de su labor, fe y valentía en su servicio al Señor. Podríamos decir, sin equivocarnos lo más mínimo, que en Cristo se reunían la ley y los profetas de nuestro Antiguo Testamento. Moisés y Elías estaban avalando a Jesús en su misión salvífica, algo que hace que Jesús reciba una dosis especialmente energética de aliento para lo que está por venir en su ministerio evangelizador. 

      Pedro, Jacobo y Juan no salen de su estupefacción al estar, nada más y nada menos, que en la presencia de tan venerables huéspedes. Y, como siempre, Pedro, con toda la buena intención del mundo, pero sin entrever el significado pleno de todo lo que estaba sucediendo en ese mismo instante, propone a Jesús una idea entre trivial e ignorante. Desde el reconocimiento de que está siendo un privilegiado al poder ser testigo de este encuentro sobrenatural, y desde el deseo de no regresar ya más al mundo que les aguarda en el plano dimensional terrenal, plantea construir unas enramadas en las que puedan cobijarse tanto Jesús mismo, como Moisés y Elías. ¡Cuántas preguntas tenía Pedro que hacer a estos dos varones y siervos de Dios! Necesitaba pasar más tiempo junto a ellos para desentrañar tantos enigmas, para conocerlos con mayor detenimiento, para disfrutar de su impresionante sabiduría, para saber más sobre el cielo y Dios. Esto no podía acabar tan pronto, parece decir el temperamental Pedro. Las enramadas eran cabañas elaboradas con ramas verdes entrelazadas que simbolizaban, sobre todo en la fiesta de Sucot, la vida de los israelitas en el desierto antes de llegar a la Tierra Prometida. A Pedro le parece un plan genial, porque esta clase de sucesos no se daban todos los días. 

2. A ÉL OÍD 

      Y justo mientras desarrollaba su planificación de las cabañas, Pedro y los demás son engullidos por una nube luminosa: Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió y se oyó una voz desde la nube, que decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd.» Al oír esto, los discípulos se postraron sobre sus rostros y sintieron gran temor. Entonces Jesús se acercó y los tocó, y dijo: «Levantaos y no temáis.» Cuando ellos alzaron los ojos, no vieron a nadie, sino a Jesús solo.” (vv. 5-8) 

      Esta nube salida de la nada, y con un fulgor excepcional, cubre a todos los presentes. Y una voz que provenía de todos los sitios a la vez los envolvió para traducirse en una nueva expresión de la confianza, del respaldo y de la fidelidad del Padre para con su Hijo amado. Del mismo modo en que, el día de su bautismo en el Jordán por Juan, una paloma apareció sobre Jesús para confirmarlo ante los que allí estaban como el Cristo, y para insuflarle de ánimo antes de caminar por el desierto de la tentación durante cuarenta noches y cuarenta días, así Dios Padre reafirma la identidad de Jesús ante sus tres discípulos. El Padre se complace en la obediencia de su Hijo, y esta complacencia será un acicate para el mismo Jesús a la hora de afrontar los instantes más duros y determinantes de su vida. El mandamiento del Padre para los epatados discípulos es el de la escucha activa, el de la atención a sus enseñanzas, el del acatamiento de su voluntad, el de asimilar que Jesús iba a padecer necesariamente para consumar los propósitos redentores de Dios para con la humanidad.  

      Con el miedo surcando sus rostros, sabiéndose en tierra santa y ante la presencia de su Creador y Soberano, los discípulos besan el polvo mientras cierran sus ojos y esperan, en su indignidad, ser aniquilados por el Dios del universo, por el Rey de reyes y Señor de señores. ¿Cómo no iban a postrarse ante la voz y la luz que irradia el tres veces Santo? ¿Cómo no iba a temblar la carne y los huesos de mortales imperfectos delante del Omnipotente? La reverencia y veneración de los discípulos de Jesús es tan grande que no osan levantar su mirada, so pena de ser fulminados. Tremolando todavía por el efecto sobrecogedor del Padre hablándoles directamente a ellos, Jesús se acerca a su vera, y poniendo sus manos en sus hombros, los tranquiliza y les pide que se levanten. El evento de respaldo celestial ha concluido, Jesús vuelve a verse como siempre, y tanto la nube de luz como Moisés y Elías, han desaparecido del lugar. Jesús, con su sonrisa de oreja a oreja, los ayuda a ponerse en pie, y los discípulos todavía azorados y desconcertados por todo lo que han visto y escuchado parecen estar flotando en una suerte de ensoñación irreal.  

3. EL ELÍAS REDIVIVO 

      Ya aterrizados de este acontecimiento imborrable, los discípulos emprenden junto a Jesús el descenso hacia el campamento donde les aguardaba el grueso de sus compañeros: “Cuando descendieron del monte, Jesús les mandó, diciendo: —No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de los muertos. Entonces sus discípulos le preguntaron, diciendo: —¿Por qué, pues, dicen los escribas que es necesario que Elías venga primero? Respondiendo Jesús, les dijo: —A la verdad, Elías viene primero y restaurará todas las cosas. Pero os digo que Elías ya vino, y no lo conocieron, sino que hicieron con él todo lo que quisieron; así también el Hijo del hombre padecerá a manos de ellos. Entonces los discípulos comprendieron que les había hablado de Juan el Bautista.” (vv. 9-13) 

       De forma similar a cuando Jesús rogó a sus pupilos que no revelasen su auténtica identidad mesiánica a nadie, ahora Jesús hace otro tanto con sus tres aprendices. Hablar a otros, aunque fuesen sus mismos consiervos, sobre lo que habían percibido con sus sentidos en el monte de la transfiguración, solo precipitaría los acontecimientos que desembocarían en la pasión de Jesús. El silencio sobre este evento debía permanecer bien guardado en el corazón y en la memoria de Pedro, Juan y Jacobo. Ya habría tiempo para compartir esta formidable experiencia, concretamente cuando Jesús, tras morir en la cruz, resucitase de entre los muertos. Justo en el momento en el que más bajos iban a estar los ánimos de los seguidores de Jesús, es que estos tres apóstoles debían aportar esta señal incuestionable de la veracidad de la resurrección de Jesús, así como de su divinidad. Posiblemente, estos tres discípulos no acabarían de entender en ese instante el porqué de esta petición, pero en su momento oportuno sabrían que todo esto tenía un propósito claro de reavivar la fe de sus seguidores en horas de incertidumbre y depresión espiritual. 

      Una cuestión rondaba por la mente de sus discípulos al margen de los motivos tras el silencio mesiánico. Sabiendo lo que los escribas, esto es, los encargados de copiar las Escrituras y aquellos que conocían al dedillo la revelación profética de antaño, afirmaban sobre la venida de Elías, al cual acababan de ver hacía unos instantes, se preguntan si eso es cierto. Recordemos que Jesús ya había hablado con sus seguidores acerca de ese Elías redivivo. No es que Elías, único mortal junto con Enoc que no había sufrido la muerte, fuese a regresar desde los cielos para marcar y preparar el camino al Mesías. Jesús ya había anunciado que este Elías era el mismísimo Juan el Bautista, su precursor y primo: “Todos los profetas y la Ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis recibirlo, él es aquel Elías que había de venir. El que tiene oídos para oír, oiga.” (Mateo 11:13-15) ¿Es que habían olvidado este detalle desvelado previamente? El Elías verdadero, el aparecido en la transfiguración, había venido para respaldar a Jesús, para reforzar su entrega hasta la muerte, para aconsejarlo en las adversidades a las que tendría que hacer frente muy pronto. Pero el Elías figurado o simbólico, esto es, Juan el Bautista, ya había hecho su trabajo de predicación del arrepentimiento en orden a preparar y allanar el camino y ministerio de Jesús. 

       Jesús, con la paciencia que le caracteriza, vuelve a señalar que Juan el Bautista ya había realizado la labor de ese Elías que habían pronosticado los profetas que entraría en escena antes de que el Mesías inaugurase el Reino de los cielos. Con su mensaje radical y preñado de juicio divino, Juan el Bautista estaba restaurando la relación de Dios con su pueblo, rota siglos antes por causa de la infidelidad y el adulterio espiritual. La palabra profética, silenciada durante el periodo intertestamentario, había recuperado su voz en el discurso honesto y contundente de Juan. Los líderes religiosos y las autoridades civiles no lo tuvieron por lo que él era realmente, y así Juan fue asesinado vilmente tras pasar un largo tiempo en las lóbregas celdas de Herodes Antipas. Jesús confiesa a sus discípulos que ese mismo maltrato y vilipendio era el que le esperaba a él cuando atravesase las puertas de Jerusalén. Él también sería azotado, torturado, insultado, vejado, humillado y crucificado como si de un vulgar terrorista se tratase: “A lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron.” (Juan 1:11)  

       ¿Cómo no iba Jesús a necesitar en su humanidad, recibir de su Padre y de los santos que ya moraban en los lugares celestiales, un atisbo de la gloria venidera y unas palabras de aliento para arrostrar lo que se le venía encima? Y así, satisfechos con la respuesta de Jesús a su incógnita, los discípulos llegaron a encajar la pieza de Juan el Bautista, el Elías profetizado, en el rompecabezas de los propósitos y planes de Jesús para el futuro que les aguardaba. 

CONCLUSIÓN 

      La transfiguración de Jesús debió ser algo realmente impresionante para estos tres hombres. Verse cara a cara con Dios mismo, encarnado en Jesús, y con dos de sus más grandes exponentes de la historia de Israel, Moisés y Elías, debió resultarles algo difícil de asimilar y de olvidar. Esta visión inenarrable de la gloria de la divinidad de Cristo nos sigue confirmando que Jesús no era un gurú más, ni un activista religioso más, ni un filósofo avispado más. Era Dios hecho carne, hueso y sangre, el cual vino a este mundo para cumplir las promesas reveladas en las Escrituras, para enseñarnos el camino al Padre y para libertarnos del pecado que nos asedia continuamente. Jesús, respaldado por la infalible declaración de su Padre celestial, se convierte en un ejemplo que imitar, en un espejo en el que reflejarnos, en un modelo que seguir de por vida.  

       Y el mandamiento de Dios Padre sigue vigente para nosotros en la actualidad, tal como lo ha sido a lo largo de la historia humana, que le escuchemos a él y solo a él, pues, como dijo el mismo Pedro en otra afirmación inspiradora y esclarecedora: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” (Juan 6:68-69) Jesús siempre estará a nuestro lado para respaldarnos en nuestro llamamiento y en nuestras encrucijadas, del mismo modo en que él siempre estuvo sostenido por su Padre en los momentos más críticos de su existencia terrenal.

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