LUNÁTICO



SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 16-17 “HIJO DEL DIOS VIVIENTE” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 17:14-21 

INTRODUCCIÓN 

       El problema de la salud mental es un asunto que en los últimos tiempos está siendo objeto de un interés más frecuente de películas y series de televisión, posiblemente propiciado por la creciente proliferación de patologías psicológicas en nuestra sociedad actual. Filmes como “To the bone (2017), “Glass” (2019) o Contratiempo (2017), y series como “Atípico,” “Mr.Robot,” “The Good Doctor,” o “Bates Motel,” nos acercan la realidad de personajes ficticios que retratan dolencias mentales de lo más variopinto, tales como bipolaridad, espectro autista, trastorno de personalidad múltiple, depresión, ansiedad, trastorno de identidad disociativa y paranoias varias. Según un artículo publicado en 2018 sobre las previsiones que una organización ha realizado sobre el alcance y efecto que los trastornos mentales tendrán en el futuro de la humanidad, se estima que para el año 2030 la principal causa de incapacidad será la falta de salud mental. Seguro que todos conocemos a personas que se encuentran en situaciones realmente lamentables a causa de alguna de las afecciones psicológicas que he nombrado, por no hablar de las miles y miles de patologías emocionales, afectivas y mentales que llenan los manuales de psicología y psiquiatría convencionales. Si a esto añadimos las condiciones actuales de confinamiento, restricción de movimientos e interacción social por causa del Covid-19, podemos llegar a encontrarnos en medio de un tsunami de problemas mentales prácticamente pandémico a corto y medio plazo. 

       La Palabra de Dios no es ajena a este tipo de patologías de la psique humana. Más allá de que en algunos casos se adscriban a la intervención e influencia de demonios atormentadores, lo cual es factible, dado que lo espiritual a menudo tiene una relación sumamente estrecha con lo mental, la Biblia no arrincona este problema, ni lo pasa por alto. De algún modo, cualquier tipo de trastorno mental obedece a una misma raíz: el pecado del ser humano, la desconexión de Dios y el abandono voluntario de una vida interior saludable desde un entendimiento equilibrado de nuestro cerebro, de nuestra alma y de nuestra conciencia como creación divina. Son las obsesiones, los constructos sociales, las presiones cotidianas, las tensiones entre intereses confrontados, el individualismo y la carencia de lazos afectivos y espirituales consistentes los que suelen desembocar en enfermedades mentales de todo tipo. En las Escrituras hallamos a personas como Saúl, Job, Pablo, Elías, Moisés o David, los cuales tienen que lidiar con circunstancias de la vida que los abocan a profundas patologías mentales en las que solamente pueden hallar consuelo y sanidad en la revelación escrita de Dios. 

1. LUNÁTICO 

      En la historia de los evangelios que hoy nos ocupa, encontramos a Jesús rebosante de energía, renovado y respaldado por el acontecimiento glorioso de la transfiguración, exultante al ver reafirmada su misión y propósitos. Su Padre ha reforzado su determinación de viajar a Jerusalén para enfrentarse a un destino pavoroso y terrible, y tanto Elías como Moisés le han recordado la imprescindible razón de su encarnación, ministerio y meta a través de las profecías y leyes del Antiguo Testamento. Junto con Pedro, Juan y Santiago, desciende del monte para regresar junto al resto de sus discípulos y continuar su viaje hacia la pasión final. Lo que se encuentra nada más aproximarse a la población donde sus seguidores lo aguardaban, no era precisamente lo mejor para seguir aumentando el gozo que ahora henchía su pecho: Cuando llegaron a donde estaba la gente, se le acercó un hombre que se arrodilló delante de él, diciendo: —Señor, ten misericordia de mi hijo, que es lunático y sufre muchísimo, porque muchas veces cae en el fuego y muchas en el agua. Lo he traído a tus discípulos, pero no lo han podido sanar.” (vv. 14-16) 

       Jesús observa que una gran muchedumbre parece arremolinarse en torno a una persona abatida en tierra. Y cuando está a punto de llegar a este corrillo de curiosos, un hombre viene a él corriendo con el rostro contraído por la pena y el dolor. Lanzándose a los pies de Jesús, este hombre anónimo reconoce a Jesús como Señor. Había escuchado sobre las proezas y milagros que este había llevado a cabo por todo el territorio de Judea, y su fe, acrecentada por la desesperación más absoluta, lo lleva a confesarlo como Hijo del Dios viviente, como el único que puede disponer de la vida humana con una autoridad que ningún mortal había poseído hasta ese momento. El hombre se humilla, besando el polvo que ensucia las sandalias de Jesús, y alza su entristecida mirada a su último recurso, intentando adivinar en los ojos del maestro de Nazaret un atisbo de misericordia y compasión. Así, abrazando los tobillos de Jesús, el hombre solo acierta a explicar el motivo que le ha llevado a solicitar su socorro y su clemencia. Su hijo, aquejado de una enfermedad incapacitante, está padeciendo lo indecible y necesita que Jesús resuelva su sufrimiento lo antes posible. 

      El hijo de este hombre padecía lo que en aquellos tiempos se conocía como el trastorno propio de los lunáticos. Teniendo en cuenta el nulo desarrollo de la medicina psiquiátrica y las ideas que se asociaban a personas que sufrían esta clase de enfermedades, muchas de ellas de índole supersticiosa, el lunático era un individuo cuya demencia se explicaba de forma transitoria y por intervalos a causa de los ciclos lunares. Posiblemente, estas conclusiones diagnósticas eran el resultado de la observación, y esta parecía demostrar que, sobre todo en las noches de luna llena, el afectado por este mal, perdía por completo el dominio de sí mismo y tendía a arrojarse espasmódicamente bien sobre lugares donde el agua abundaba, o sobre las hogueras y fogatas que se encendían de noche para calentarse al raso. Hoy día podemos decir, prácticamente sin engañarnos, que este muchacho era presa de lo que se conoce como epilepsia. La epilepsia, como algunos sabréis, es un trastorno cerebral en el cual una persona tiene convulsiones repetidas durante un tiempo. Las convulsiones son episodios de actividad descontrolada y anormal de las neuronas que puede causar cambios en la atención o el comportamiento. El origen de esta afección suele ser de tipo congénito, o se adquiere a causa de lesiones, traumas, tumores e infecciones cerebrales.  

      El hombre, sabedor de que los discípulos de Jesús habían sido investidos de un poder similar al de su maestro en el desempeño de su labor misionera, y al no encontrar al mismo Jesús, puesto que este había ascendido al monte de la Transfiguración, había rogado a estos que pudieran resolver este problema que le estaba amargando la existencia, no solo al afectado en sí, sino a toda la familia. Socialmente, una persona con esta clase de problemática mental era marginada por completo. Muchos seguro que adscribían este tipo de conducta caótica, violenta y repentina a la posesión demoniaca del mozalbete. Los discípulos habían puesto manos a la obra, pero por mucho que lo intentan, que tratan de expulsar el espíritu maligno que está causando que el muchacho entre en un trance peligrosísimo para su integridad física y la de cuantos se hallan a su alrededor, lo cierto es que nada pueden hacer. No sabemos a ciencia cierta la ceremonia exacta que estos usaban para sanar a este chico, pero recordemos que, en el momento de la misión de los setenta en Lucas 10:17, muchos de estos seguidores de Jesús llegan a exclamar: “¡Señor, hasta los demonios se nos sujetan en tu nombre!” En esta ocasión, el entusiasmo mengua hasta dejar bastante frustrado al grupo de discípulos de Jesús que había quedado en la localidad esperando a su maestro y a sus tres compañeros. 

2. INCRÉDULOS Y PERVERSOS 

      Jesús, al escuchar cada una de las palabras preñadas de patetismo de este padre acongojado, descubre la razón por la que el problema no se ha resuelto satisfactoriamente: “Respondiendo Jesús, dijo: —¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo acá. Entonces reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho, y éste quedó sano desde aquella hora.” (vv. 17-18) 

      Los discípulos, y todos los allí presentes se sobresaltan. Jesús considera que sus discípulos no han hecho las cosas como es debido. Solamente hemos de prestar atención a los dos adjetivos que acompañan a la palabra “generación.” Por un lado, Jesús los tilda de incrédulos. ¿Es que acaso sus discípulos carecían de la fe necesaria como para llevar a buen término una expulsión diabólica, tan semejante a todas las que habían realizado previamente en otros lugares? ¿Qué había en el corazón de los seguidores de Jesús que obstaculizaba el poder de Dios en este caso en particular? ¿Les faltaría confianza en la autoridad que Jesús les había otorgado? ¿O simplemente tuvieron miedo en fracasar porque Jesús no estaba entre ellos? Por otro lado, Jesús tacha a sus seguidores de perversos. ¿Qué clase de intención o interés existía en la mente de sus aprendices? ¿Había orgullo en su alma a la hora de desplegar el poder de Dios sobre este muchacho? ¿Afán de notoriedad, autosuficiencia o displicencia? Jesús había escrutado sus almas y no había dudado en reprocharles su mal proceder, su erróneo enfoque y su inoperancia espiritual. Aquel que lee los corazones, estaba viendo en sus colaboradores más estrechos algo que no le gustaba un pelo. 

      De forma retórica, Jesús sigue despachándose con sus discípulos. En su deseo de prepararlos para el instante en el que él mismo tuviera que salir de escena de forma dramática y física, parece que poco o nada ha logrado. Les ha anunciado su próxima muerte en Jerusalén, les ha estado aleccionando sobre la necesidad de perfeccionar su mensaje y llamamiento, y, sin embargo, contempla apenado la triste realidad: todavía debe seguir siendo una presencia real en la que ellos puedan fijar sus ojos para poder confiar en la autoridad que les ha sido conferida desde lo alto. Si fuera por los seguidores de Jesús, en esos instantes, estarían sujetos a sus sayas, seguros en el despliegue de su potencia, como niños que se sienten fuertes mientras su padre o su madre estén presentes cuando las cosas se ponen feas. Jesús habla acerca de ellos como una carga pesada que ha de soportar. Imaginemos la paciencia de la que tuvo que tirar Jesús en innumerables ocasiones cuando tuvo que tratar con sus escogidos. En cuántas oportunidades tuvo que respirar hondo y contar hasta cien antes de seguir enseñándoles como a colegiales lo que debían y lo que no debían hacer en el desarrollo de su labor misionera. La paciencia tiene un límite, y estos discípulos inútiles parecen estar a punto de colmarlo. 

      Con un gesto de urgencia, y con más bien pocas ganas de seguir poniendo los puntos sobre las íes, pide que le acerquen al muchacho, aquel que, en definitiva, estaba atravesando por una crisis demoledora. En cuanto lo tuvo delante, Jesús supo enseguida qué debía hacer. Alzando su voz sobre el silencio repentino que se había creado a causa de su contundente reprimenda, ordena al demonio que coloniza el cuerpo y la mente de este muchacho, que salga inmediatamente. Tal es el poder de la orden de Jesús que el espíritu maligno que controlaba al mozalbete lunático escapa como una exhalación. En ese mismo segundo, el chico deja de convulsionar, de echar espumarajos por la boca y su rostro, demacrado y crispado por tanto dolor, se relaja en una sonrisa pacífica que el padre contempla con arrobo.  

      El padre se lanza a los brazos de su amado hijo, y lo aprieta contra sí mismo verificando que la enfermedad mental inducida por un siervo de Satanás ha sido erradicada de una vez y para siempre. Lágrimas de gozo y gratitud surcan sus mejillas, y las gentes quedan estupefactas y asombradas ante un portento tan espectacular y emotivo. Jesús también sonríe una vez más, porque un enemigo de la raza humana ha sido vencido y una nueva señal del advenimiento del Reino de los cielos lo ha revelado como el Hijo del Dios viviente. 

3. LA FE CONTRA LO IMPOSIBLE 

      Los discípulos de Jesús, anonadados por esta manifestación increíble de su autoridad, y todavía con sus oídos llenos de su rotunda amonestación, hacen un aparte con su maestro, porque no acaban de asimilar y entender qué es lo que ha sucedido para que sus intentonas no hayan tenido el éxito esperado: “Se acercaron entonces los discípulos a Jesús y le preguntaron aparte: —¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera? Jesús les dijo: —Por vuestra poca fe. De cierto os digo que, si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: “Pásate de aquí allá”, y se pasará; y nada os será imposible. Pero este género no sale sino con oración y ayuno.” (vv. 19-21) 

       Públicamente puesta en entredicho su capacidad para desarrollar el exorcismo, ahora sus más íntimos seguidores se alejan de la multitud que sigue aplaudiendo la sanidad del muchacho atormentado, y la primera pregunta que hacen a Jesús tiene que ver con averiguar qué es lo que les ha impedido hacer exactamente lo mismo que este había hecho. Sus cerebros dan vueltas, una y otra vez al episodio, y no acaban de ver nada diferente a lo que habían hecho anteriormente en circunstancias parecidas. Se sienten impotentes, frustrados y deprimidos. Jesús, que nunca tuvo pelos en la lengua, contesta a esta cuestión de forma escueta para dar a continuación una explicación muy ilustrativa. La falta de fe en los discípulos ha impedido que el exorcismo fuese logrado satisfactoriamente. Posiblemente habían incurrido en un error que muchos cometemos a menudo cuando disfrutamos de un éxito sostenido en el tiempo tras esforzarnos hasta la extenuación. Llega un momento en el que nos relajamos, en el que progresivamente dejamos de pisar el acelerador y creemos que, al ralentí, con menos energías y sacrificio, podemos seguir manteniendo una dinámica triunfal. Pretendemos alcanzar los mismos resultados que logramos sudando la camiseta, pero ahora poniendo menos entusiasmo, menos pasión y, por ende, menos fe. Como dirían algunos, nos aburguesamos, nos acomodamos y hacemos lo justo para dejar que la inercia se encargue del resto. 

      Al parecer, esa primera ilusión y apasionamiento por ser mensajeros del Reino de los cielos, se estaba desluciendo con el transcurso del tiempo, con el desgaste físico y espiritual lógico de caminar sin descanso llevando el evangelio a toda aldea y ciudad de Palestina. Y si a esto añadimos la ausencia momentánea de Jesús para recibir de su Padre celestial el espaldarazo necesario para seguir adelante con renovados bríos, la decadencia se asienta. Esto nos debería traer a la memoria ese episodio de la historia de Israel en el éxodo de Egipto, en el que, cuando Moisés asciende a las cumbres del monte Sinaí para ser depositario de las tablas de la Ley, y su estancia allí se prolonga más de lo que le gustaba al resto del pueblo que aguardaba acontecimientos a los pies del monte, estos últimos toman la desafortunada decisión de crear un becerro de oro al que adorar mientras su líder ausente desciende. Cuando Moisés ya bajaba por la ladera del Sinaí en compañía de Josué, y escuchó la algarabía en el campamento, y más tarde fue testigo de la peor de las meteduras de pata de Israel, no pudo por más que indignarse y enojarse por la falta de fe y paciencia en su encuentro crucial con Dios en el Sinaí (Éxodo 32). La fe había menguado en el corazón de los discípulos de Jesús y así era imposible poder derrotar a seres malignos que sí creían en Jesús y temblaban con solo verlo aproximarse. 

      Jesús emplea una imagen muy vívida para hacer entender a sus seguidores más íntimos lo importante que para cualquier creyente en Dios resulta tener fe en Él. Jesús no les está diciendo que su fe debe ser la de un gigante, con la capacidad de realizar grandes hazañas y lograr victorias espectaculares en lo espiritual. Simplemente, con una fe del tamaño de un grano de mostaza, una de las semillas más diminutas del reino vegetal, era posible hacer que sucedieran cosas extraordinarias, tales como mover montañas. En la hipérbole que usa Jesús, quiere dar a entender a sus discípulos que su fe en el instante de atender al muchacho era prácticamente nula. Un poco de fe significa mucho, puesto que algo de fe es mejor que carecer de ella. Esta fe, por supuesto, debe estar supeditada a la voluntad de Dios. No se trata de una confianza propia sobre la que decidir cumplir nuestros caprichosos deseos. Ni tampoco es una fe que proceda de nosotros mismos, sino que esta es un don inmerecido de Dios.  

        Si la fe en Cristo, en el nombre que es sobre todo nombre, tanto en los cielos como en la tierra, existe, aunque esté en el proceso de ser incipiente, pero también con el potencial de seguir siendo desarrollada diariamente a través de la oración, el ayuno y la práctica de la comunión con Dios a través de su Espíritu Santo, será eficaz. La fe no es un elemento separado del resto de actitudes, conductas y pensamientos del creyente. La fe es eficaz en tanto en cuanto nuestra vida responde coherente y comprometidamente al llamamiento integral que el Señor nos propone. Fe y obediencia van siempre de la mano, y esta conexión tal vez no estaba presente en ese instante en el corazón de los discípulos de Jesús. El género de posesión demoniaca al que se refiere Jesús, y que solamente es posible tratar con oración y ayuno, habla a las claras de que existen casos en los que no es suficiente con un asentimiento intelectual y teórico del poder de Cristo, sino que la vida devocional práctica y concentrada en la comunicación directa con Aquel que es capaz de derrotar al mal en todas sus manifestaciones, es obligatoriamente necesaria. 

CONCLUSIÓN 

      Seguro que no tienes en mente hacer que las montañas sean removidas de su lugar original para ocupar el lugar de otras. Pero sí que es probable que en tu vida existan montañas que impiden tu bienestar personal a todos los niveles. Puede ser una enfermedad mental, como la del muchacho lunático, una depresión, un decaimiento anímico, un trauma que arrastras desde hace mucho tiempo, o un episodio de estrés y ansiedad que te roba el sueño y la paz de tu espíritu. Puede ser, como en el caso del apóstol Pablo, una afección física que te incapacita, que cercena tu disponibilidad para hacer cosas que te encantan, que te merman de un modo u otro. Puede ser un asunto relacionado con los afectos, con los sentimientos y con las relaciones. E incluso puede que tenga que ver con las necesidades económicas por las que estés atravesando en este tiempo de crisis. Todas son montañas que es necesario trasladar de en medio de nuestro camino para seguir disfrutando de la vida en esta dimensión terrenal. 

      Estas montañas no podrán ser arrancadas de su ubicación actual a menos que deposites toda tu fe en Cristo, a menos que dejes de vivir una vida mediocre en lo espiritual, a menos que permitas que el Señor trabaje en tu corazón para que tu fe se una a tu obediencia cada día. Antes de rogar a Dios que aparte tus montañas obstaculizadoras, revisa tu dinámica devocional y de comunión con Él. Determina en tu fuero interno añadir a tu fe la oración consistente y constante, el ayuno de la abstención de aquello que nos desconcentra y que interfiere en nuestra comunión con el Padre celestial, y descansa en Dios, porque en el momento en que menos lo esperes, el milagro se abrirá paso y tus montañas solo serán el recuerdo de la gracia abundante de Dios como respuesta a nuestra fe sincera y creciente. Porque para Dios no hay nada imposible.

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