¡AY!



SERIE DE SERMONES SOBRE HABACUC “AVIVA TU OBRA” 

TEXTO BÍBLICO: HABACUC 2 

INTRODUCCIÓN 

      El orgullo suele jugarnos malas pasadas. Ya cuando éramos unos chavales y jugábamos a fútbol o a cualquier otro deporte competitivo en un descampado del barrio, nos daba por dárnoslas de chulitos cuando ganábamos, burlándonos de los perdedores. Los cánticos infantiles que nos inventábamos para soliviantar a los que habían sido derrotados eran de lo más hirientes, y si los gritábamos por las calles henchidos de satisfacción, los que habían perdido se ponían de todos los colores. Fanfarronear era algo muy típico y clásico entre la chiquillería, y presumir de ser los triunfadores en cualquier lid deportiva o de esparcimiento, era la tónica general, al menos en mis tiempos mozos.  

     El problema surgía cuando, tras la victoria se sucedía la derrota más estrepitosa. Entonces era el equipo contrario el que se acordaba de nuestras mofas y befas, y nos intentaban humillar a su vez con todo tipo de improperios y cantinelas. No nos quedaba más que bajar el rostro, aguantar el chaparrón y esperar hasta el próximo partido para darle la vuelta a la tortilla a esta situación sonrojante. Así éramos. Un toma y daca continuo en el que debíamos aprender humildad y respeto al contrincante, saber perder y ganar, y, sobre todo, ser lo suficientemente sencillos como para no dar más importancia de la debida a nuestros juegos. 

     Cuando ya somos adultos, pudiera parecer que esta clase de comportamientos de párvulos ha desaparecido. No lo tengo tan claro, la verdad. Aun a pesar de que los años han pasado, que la madurez ha ido in crescendo, y que se han asumido una serie de valores que se nos han inculcado en el plano educativo y formativo, lo cierto es que el ser humano, cuando derrota a otra persona en cualquiera de los ámbitos académicos, políticos y laborales, sigue manifestando peligrosa y lamentablemente la misma actitud que unos críos que se pelean por una pelota. La cara que se le queda a uno cuando el triunfador de turno te restriega sus logros y éxitos, es un poema.  

      En lugar de encajar deportivamente el ascenso de un compañero, aun pensando que el merecedor de esta honra era uno, nos ponemos de color grana, intentando reprimir unas cuantas verdades muy poco elaboradas y meditadas. En lugar de reconocer la posición a la que alguien llega, comenzamos a despotricar a diestro y siniestro en busca de alguien que te confirme lo que tú ya sabes, que tú eres más capaz, más guapo y más diestro que el que ha sido aupado a la cima. El orgullo nos impide alegrarnos con los que están alegres, y destruye un sano y correcto entendimiento de que ni Dios ni el universo confabulan contra tu persona. 

     ¡Qué mal nos caen los bravucones! Qué patético resulta convertirse en un fantasmón que arrastra sus cadenas constantemente para demostrar que es lo más de lo más. Aborrecemos a aquellos que lo saben todo, que tienen solución para cualquier circunstancia de la vida, que nos arrebatan nuestra honra y nuestros aplausos empleando cualquier artimaña para hacer adelgazar nuestra contribución a un trabajo o empresa, y hacer engordar su cuota de participación. Abominamos de aquellos que se creen la créme de la créme, la élite social y cultural, que no ocultan su querencia por las cámaras y los focos, que minimizan a otros para auto ensalzarse sin rubor ni escrúpulos.  

       Envidiamos tras bambalinas lo que son o lo que han conseguido en el presente, su estilo de vida desahogado y su personalidad segura y asertiva. Nos revienta tener que soportar a personas que nos miran por encima del hombro, que nos reducen a la nada, que aprovechan cualquier oportunidad para expresarnos que es un inmenso favor el que nos hacen teniéndonos en una cierta y desabrida consideración. La soberbia puede parecer apetecible en primera instancia, pero la historia no termina bien con aquellos que solamente creen en sí mismos y con aquellos que se burlan del resto del mundo. 

1. EL ATALAYA QUE ESPERA 

      Recordemos que el profeta Habacuc está inmerso en una conversación de tú a tú con Dios. Recordemos que Habacuc estaba hasta el gorro de la podredumbre social de Judá, y que apelaba a la intervención de Dios para resolver la anarquía que se había instalado fundamentalmente en Jerusalén. Recordemos, a su vez, que Dios contesta a Habacuc a su manera. Sorprendiendo al profeta, el Señor vaticina que el instrumento de la corrección de su pueblo se llama Babilonia. Desconcertado, Habacuc vuelve a preguntar a Dios, discutiendo el modo en el que éste va a ejecutar su juicio sobre Judá. No acaba de entender que un imperio tan malvado y depravado sea usado por Dios para disciplinar a su pueblo.  

      Habacuc espera con avidez y agonía una contestación que le saque de dudas en relación al plan divino de amonestación nacional. En esta tensa espera, Habacuc se convierte en un centinela que aguarda el oráculo de Dios para advertir a sus compatriotas: “En mi puesto de guardia estaré, sobre la fortaleza afirmaré el pie. Velaré para ver lo que se me dirá y qué he de responder tocante a mi queja. Jehová me respondió y dijo: “Escribe la visión, grábala en tablas, para que pueda leerse de corrido. Aunque la visión tarda en cumplirse, se cumplirá a su tiempo, no fallará. Aunque tarde, espérala, porque sin duda vendrá, no tardará.” (vv. 1-3) 

      Dios, cuando habla, no se contradice nunca. Es su naturaleza. Habacuc tal vez estaba esperando otra clase de respuesta a sus cuestionamientos sobre el modus operandi de Dios. Es algo que suele sucedernos a menudo a nosotros. Nos encantaría escuchar alguna vez que Dios ha reculado, y que nosotros teníamos razón. Es la naturaleza humana la que habla en esta ocasión. Habacuc, firme en la esperanza de hallar buenas razones de parte de Dios para respaldar el empleo de Babilonia para disciplinar a Judá, se erige en un vigilante que sube a las alturas de una fortaleza para observar el horizonte y la realidad con una privilegiada posición. Conoce su misión: alertar y advertir a sus hermanos y hermanas de la justa ira de Dios y de las consecuencias que va a traer haberse rebelado contra la ley del Señor. Sin dormir ni pestañear, con los músculos en tensión mientras cuida de su voz para avisar a su pueblo, Habacuc no ceja en su empeño de que Dios dé cumplida respuesta a su queja. No sabemos cuánto tiempo tuvo que mantenerse a la espera, puesto que Dios solo habla a sus siervos cuando es necesario, en el instante oportuno. 

     Al fin, Dios decide revelar a Habacuc todo cuanto ha de saber acerca de la nación que va a convertirse en el azote judicial de Judá. No obstante, el Señor ordena al profeta para que todo aquello que va a recibir de Él, sea puesto por escrito, de tal manera que todo cuanto se diga tenga su recorrido en la posteridad. Habacuc ha de cincelar en piedras, con esmero y detalle, todo cuanto ha de acontecer a Judá y a su futuro captor. Los designios de Dios no van a cumplirse inmediatamente, por lo que debe guardarse memoria escrita de las visiones, para cuando todo lo revelado se cumpla plenamente. Dios sigue jugando con la impaciencia y ansiedad de Habacuc cuando le dice que el tiempo de la consumación de sus planes aún está lejano. No debe importar tanto la proximidad de las fechas en las que Dios juzgará a Judá, sino la veracidad y fidelidad de la palabra expresada. No debe haber duda de que el Señor castigará a Judá en la historia y que un imperio como el babilonio será el utensilio que empleará para llevar a cabo sus propósitos. Todo es cuestión de tener paciencia y de observar con fe todo cuanto ha de acontecer en el futuro, dado que, al final, Dios simplemente quiere que su pueblo escogido se vuelva a Él en arrepentimiento y contrición. 

2. ORGULLOSOS Y AVARICIOSOS 

     El Señor quiere quitar de la mente de su profeta la idea de que Dios va a destruir a Judá en connivencia con el pueblo caldeo. Los babilonios no son más que un instrumento, un instrumento pagano, perverso y altanero al que Dios no va a perdonar sus abusos y sus actitudes egocéntricas: “Aquel cuya alma no es recta se enorgullece; mas el justo por su fe vivirá.” Además, el que es dado al vino es traicionero, hombre orgulloso, que no prosperará; ensancha como el seol su garganta y es insaciable como la muerte, aunque reúna para sí todas las naciones y acapare para sí todos los pueblos. ¿No entonarán todos estos contra él refranes y sarcasmos? Dirán: “¡Ay del que multiplicó lo que no era suyo! ¿Hasta cuándo seguirá acumulando prenda tras prenda?” ¿No se levantarán de repente tus deudores y se despertarán los que te harán temblar? Tú serás como despojo para ellos. Por cuanto has despojado a muchas naciones, todos los otros pueblos te despojarán a ti, a causa de la sangre de los hombres, y de las violencias hechas a la tierra, a las ciudades y a todos los que en ellas habitaban.” (vv. 4-8) 

      Dios no quiere que Habacuc se lleve a equívoco. Babilonia, tras haber formado parte de su plan para hacer entrar en razón a Judá, también será juzgada sumariamente. Dios no soporta la soberbia y la vanagloria, y Babilonia es el epítome de lo que significa el orgullo. Solo el alma que se entrega a la oscuridad del pecado es capaz de situarse por encima del resto del mundo, ninguneando a los demás. Su poderío bélico respaldaba este talante desafiante y presuntuoso, y no dudaban en demostrar esta idea con cada batalla ganada y con cada ciudad rendida. Sin embargo, toda esta pretenciosidad es contrastada con aquello que agrada a Dios sobremanera: la humildad y la fe. El que cree en Dios no debe, ni puede, ser alguien engreído y petulante. Es alguien que acepta y se goza en la dependencia absoluta del Señor, es alguien que hace de la voluntad divina su voluntad, es alguien que se niega a sí misma y consagra todo su ser al servicio del Altísimo. No hay cabida en el corazón de esta persona la vanidad, sino que más bien halla su vida en la vida que brota directamente del manantial de Dios en la eternidad. 

     El Señor asemeja a Babilonia con un borracho sediento de más y más litros de alcohol. Babilonia se ha embriagado con el sabor de la sangre derramada, con los alaridos de las víctimas de su pillaje y con el olor del fuego y el humo. No puede parar en su adicción por el poder, por las riquezas y por el dominio. Voraz como la muerte, no cesa en su esfuerzo por asesinar a civiles y militares, por asegurarse el terror de aquellos a los que va a invadir, y por sembrar la tierra con la sal de la esterilidad. Como un beodo que pide ronda tras ronda hasta que al final cae desmayado en un coma etílico de campeonato, así será Babilonia con pueblos, regiones y territorios. Como una apisonadora insensible e inclemente, llenará sus alforjas con todo cuanto sea de valor. La historia detalla las grandiosas victorias de Babilonia y de sus reyes sobre sus enemigos, e ilustra todos los logros conseguidos en poco tiempo por sus ejércitos. Pudiera parecer que sería un imperio sin confines geográficos y con una duración temporal rayana en la perpetuidad. Sin embargo, si vamos al libro de Daniel, y leemos una de las visiones de Nabucodonosor, a la sazón rey de los caldeos, conocida por la estatua confeccionada con diferentes materiales, nos daremos cuenta de que el imperio babilónico ya tenía las horas contadas. 

     En el instante en el que vaya evidenciando su fragilidad gubernamental, su decrepitud espiritual y ética, y su debilidad social, Babilonia caerá, del mismo modo que muchos otros imperios y civilizaciones decayeron hasta desaparecer. Y entonces, aquellos que los sufrieron, que fueron despojados de todo cuanto tenían por sus huestes, y que padecieron el destierro, tendrán la oportunidad de burlarse y mofarse de la memoria de un antaño poderoso reino. Se inventarán adagios con los que expresar con sorna el agravio sufrido, y humillarán con sus composiciones y proverbios a aquellos que un día fueron sus soberanos y señores. Dirán con sarcasmo que “la avaricia rompe el saco,” que “la ambición está más descontenta de lo que no tiene que satisfecha de lo que tiene,” y que “el hombre puede trepar hasta las cumbres más altas, pero no puede vivir allí mucho tiempo.” Las represalias de los enemigos que se fraguaron en su conquista inmisericorde no se harán esperar. Babilonia será arrasada, sus gloriosas e imponentes murallas serán abatidas y todo su esplendor será olvidado cuando sus enemigos se ceben cruelmente con ella. He ahí el pago del orgullo y de la altivez de los pueblos de la tierra. 

3. TRES AYES PARA BABILONIA 

     A continuación, el Señor entona tres ayes sobre Babilonia, señal inequívoca de que no se involucra íntimamente con la pecaminosidad caldea, sino que también ha de sentenciar duramente a los caldeos que se entregan a determinadas conductas absolutamente reprensibles y reprochables: “¡Ay del que codicia injusta ganancia para su casa, para poner en alto su nido, para escaparse del poder del mal! Tomaste consejo vergonzoso para tu casa, asolaste muchos pueblos y has pecado contra tu vida. Porque la piedra clamará desde el muro y la tabla del enmaderado le responderá. ¡Ay del que edifica con sangre la ciudad y del que la funda sobre la maldad! ¿No viene esto de Jehová de los ejércitos? Los pueblos, pues, trabajarán para el fuego, y las naciones se fatigarán en vano. Porque la tierra se llenará del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar. ¡Ay del que da de beber a su prójimo! ¡Ay de ti, que le acercas tu hiel y lo embriagas para mirar su desnudez! Te has llenado de deshonra más que de honra; bebe tú también y serás descubierto; el cáliz de la mano derecha de Jehová vendrá hasta ti y convertirá en humillación tu gloria. Porque la rapiña del Líbano caerá sobre ti y la destrucción de las fieras te quebrantará, a causa de la sangre de los hombres, y de las violencias hechas a la tierra, a las ciudades y a todos los que en ellas habitaban.” (vv. 9-17) 

      El primero de los lamentos que Dios dirige hacia Babilonia tiene que ver con la codicia humana. Este pecado abyecto llevaba a los ejércitos caldeos a arrasar con todo, a requisar con violencia los bienes de los invadidos, a hacerse sin miramientos con la virtud de las mujeres y de los niños tras asaltar las ciudades, a llenar sus bolsillos y sacas de riquezas que no les pertenecían, todo para engrandecer sus casas con el resultado del robo y del pillaje. Todo cuanto lograban no obedecía a una legítima propiedad, o al resultado de un salario honradamente ganado. Era dinero mal habido, teñido con la sangre de sus víctimas. Eran esclavizadas vidas que en un abrir y cerrar de ojos se convierten en objetos y cosas con las que comerciar. Eran tierras ancestrales sembradas de sal para que nada pudiese crecer nunca jamás, que dejaban olvidadas como señal de su salvaje paso. Construían sus palacetes con el dolor de los inocentes, con el sufrimiento de los heridos en batalla, con la muerte de civiles indefensos. El soldado que se retiraba tras varias campañas triunfantes, volvía a dar con sus huesos en su hogar, solo para fanfarronear de sus vilezas y crímenes, y para que las pesadillas de sus incursiones diesen voz a las paredes de su morada y a los techos de madera que los cobijaban.  

     El segundo lamento hace alusión a ciertas prácticas inmorales que se realizaban bajo el amparo de las matanzas y los asedios. Al vencer la resistencia de las ciudadelas, se violentaban los cadáveres de los derrotados, ultrajando sus cuerpos en exhibiciones vergonzosas, y colocándolos en fosas comunes a modo de zanjas de cimentación de nuevas concepciones urbanas que provenían de latitudes orientales. Literalmente, se construía sobre la sangre y los restos mortales de miles de personas, para dejar un mensaje de pavor y miedo en caso de desobediencias o rebeliones. Para rematar la jugada, todos aquellos gobernadores y representantes de las altas instancias babilónicas, sin el temor de Dios debido para poner orden y mostrar justicia con sus vasallos, iban a demostrar con su arbitrariedad y capricho que uno podía morir o ser vejado en cualquier momento y bajo cualquier veleidoso motivo.  

      Dedicarán su producción a manufacturar armas en las herrerías, con el objetivo de seguir pertrechándose para nuevas expediciones militares, pero será inútil. Jehová de los ejércitos, el Todopoderoso, frustrará y truncará su carrera armamentística, haciendo así ineficiente su laboriosidad metalúrgica. El día en el que el Señor haga resplandecer su gloria sobre Judá y Jerusalén, y todo su remanente sea consciente y conocedor de su magnificencia y majestad, será el principio del fin de Babilonia, y el comienzo del regreso de los deportados a la ciudad santa para restaurarla y recomenzar de nuevo en paz y obediencia a los dictados y estatutos de Dios. 

     El tercer ay se refiere a los abusos cometidos por Babilonia y sus ciudadanos contra los inocentes y los débiles. Con el ánimo de provocar a los vencidos y manipular sus vidas, los caldeos emplean la treta de la embriaguez, con el objetivo de violar a sus víctimas de una forma definitivamente deleznable y repugnante. No dan agua a beber a sus cautivos, no. Lo que les ofrecen es el peor de los caldos para embotar la mente y las acciones de sus prisioneros, y aprovechan el sopor que generan los licores amargos que les han dado, para perpetrar los más asquerosos actos de depravación sexual y los más lujuriosos y lúbricos experimentos de sus tenebrosos deseos. No les bastaba con despojarles de sus propiedades, con asesinar a sus seres queridos, y con beneficiarse de sus leyes retorcidas, sino que les arrebatan todo vestigio de honra, dignidad y virtud mientras se carcajean de sus ocurrencias. El Señor asegura que todos estos abusadores tendrán que beber de su mismo cáliz hasta sus mismísimas heces. Ellos recibirán el mismo jarabe que dieron a sus cautivos. La copa de la ira de Dios, ya rebosante de tanta sangre vertida, transformará el orgullo babilónico en las ruinas y escombros de un imperio aniquilado a causa de su pecado.  

     Los libaneses se alzarán como lobos enfurecidos y hambrientos sobre el cuerpo moribundo de Babilonia, y devorarán todo cuanto puedan de los restos de su gloria y riqueza. La confederación de aquellos que conocieron la barbarie de los ejércitos caldeos se unirá como una jauría de animales salvajes que acorralarán lo poco que quede de la formidable ciudad de Babilonia. El Señor vuelve aquí a usar la misma fórmula del versículo 8 para seguir resaltando la idea de que las acciones y trayectoria de Babilonia, por más instrumento que sea en sus manos, son las que confirman el juicio demoledor de Dios contra este imperio. Los que en el pasado se reían de su suerte y de su poderío, en el momento preciso y debido, serán condenados por el Señor, y señalados como un ejemplo de que Dios es santo y justo. 

4. ÍDOLOS MUDOS E INERTES 

     Por si fuera poco, Dios también pone su foco judicial en la idolatría tan descarada y supersticiosa de la que participan los babilonios: “¿De qué sirve la escultura que esculpió el que la hizo, la estatua de fundición que enseña mentira, para que el artífice confíe en su obra haciendo imágenes mudas? ¡Ay del que dice al palo: “Despiértate”; y a la piedra muda: “Levántate”! ¿Podrán acaso enseñar? Aunque está cubierto de oro y plata, no hay espíritu dentro de él. Mas Jehová está en su santo Templo: ¡calle delante de él toda la tierra!” (vv. 18-20) 

     Con el dios Marduk como deidad suprema del amplio panteón babilonio, los caldeos intentaron que sus esclavos y demás prisioneros se integrasen en la vida religiosa de su nación. So pena de morir, en algunos casos, todos ellos constatados en las peripecias de Daniel y sus compañeros durante el reinado de Nabucodonosor, el ciudadano babilonio debía postrarse, adorar y entregar ofrendas ante imponentes reproducciones escultóricas de los dioses ante los que se sujetaban sin rechistar. Aquellas supuestas divinidades eran las responsables del bienestar, la victoria y la prosperidad del imperio. A ellas se adjudicaba cada triunfo militar, cada región anexionada y cada beneficio recibido. Sin embargo, el Señor pone en cuestión, de forma reiterada y contundente, la futilidad de tales ídolos paganos. El pueblo caldeo, dirigido en la religión por los sacerdotes, esperaba de éstos los oráculos y las previsiones que les respaldara en su sed desenfrenada de conquista y rapiña. Mudos como eran, ya que, como entenderéis solo eran simples estatuas sin alma ni voz profética, solo aportaban la mentira y la falsedad que los sumos sacerdotes comunicaban al rey y a sus súbditos.  

     El postrer lamento de Dios en el texto señala a todos aquellos que, de forma supersticiosa e irracional, ponen su confianza y fe en meras representaciones de dioses inexistentes. Algunas de estas esculturas, hechas de madera, son comparadas a un palo cualquiera, y se les insta a que se despierten, a que se manifiesten activamente para con los mortales. ¿El resultado? Pues que el palo se queda en el mismo sitio, inmóvil e insensible a las órdenes o peticiones de los que lo consideran un ente celestial. ¿Qué podremos decir de una roca fría y rugosa con la que Dios compara un ídolo pétreo ante el cual muchas personas se prosternan para recibir su favor y bendición? Ya podemos vocear como becerros a la piedra y decirle que se levante, que demuestre algún atisbo de vida, que nada lograremos pese a nuestra insistencia. ¿Está el palo y la piedra en disposición de desplegar sus habilidades pedagógicas? ¡Por supuesto que no! Y ya puede ser la estatua venerada un dechado de belleza y hermosura, con una apariencia ciertamente impresionante y atractiva, que ningún espíritu transmitirá a sus acólitos alguna clase de directiva o mandamiento.  

    Básicamente, lo que el Señor pretende decir a Habacuc es que Él es el único Dios, aquel que habita en su Templo de Jerusalén, que vive y reina por los siglos de los siglos, que gobierna sobre la historia y el universo, que es tres veces santo y todopoderoso, que salva al justo y humilla al orgulloso. Delante de su presencia, nadie puede osar hacer comentarios, aportar justificaciones y debatir sus planes. El ser humano que permanece ante su trono celestial ha de hacer una sola cosa: callar. No sabemos si Habacuc cogió la indirecta tan directa de Dios. Nosotros hemos de entender que Dios es soberano, que Él hace y deshace dentro de su carácter perfecto, misericordioso y justo, para que el justo por la fe sobreviva al juicio venidero de su pueblo.  

CONCLUSIÓN 

      No cabe duda de que el orgullo y la presunción llevan al individuo y a la comunidad que lo acoge a la ruina moral y espiritual. Dios, por medio de su profeta Habacuc, nos pone sobre aviso para no caer en el error de los babilonios. Su ambición desmedida, su depravación extremadamente cruel, su tendencia a humillar vilmente a sus semejantes humanos, y su idolatría, nos ayudan a redirigir nuestra atención hacia la búsqueda de un carácter humilde, de un estilo de vida ética y moralmente respaldado por la Palabra de Dios y el ejemplo de Cristo, de una empatía para con todos nuestros prójimos en cualquier coyuntura, y de una exclusividad espiritual para con el Señor.  

     Dios ha de juzgar a vivos y a muertos el día que así lo establezca. No dejemos que nos afecte la altanería de personas a las que conocemos, sino más bien esperemos en el Señor, aquel que determinará definitivamente el resultado final de los orgullosos, y que dará vida a nuestra fe por toda la eternidad si nos humillamos bajo su mano soberana de amor y justicia.

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