AUNQUE


 

SERIE DE SERMONES SOBRE HABACUC “AVIVA TU OBRA” 

TEXTO BÍBLICO: HABACUC 3 

INTRODUCCIÓN 

      Reconocer algo por pura fe es dar un salto al vacío de lo desconocido. Asumir que las cosas son así, y que nada podemos llegar a hacer por cambiarlas desde nuestra ignorancia del porvenir y nuestras debilitadas fuerzas, se convierte en un ejercicio de confianza que mucha gente no está dispuesta a dejar que forme parte de su modus vivendi. Cuesta mucho entender determinadas situaciones, acciones o eventos en este plano terrenal a la luz de nuestra menguada capacidad cognoscitiva. Podemos pasarnos días y días dándole vueltas a la cabeza, intentando encontrar un sentido que se ajuste a nuestra cosmovisión personal, y no hallar una respuesta que nos satisfaga. Analizamos un acontecimiento desde todos los ángulos, incluso desde aquellos que nos parecían inverosímiles, y raramente nos contentamos con el resultado de nuestras pesquisas mentales. El interrogante sigue colgando sobre nuestras cabezas, el misterio continúa sin resolverse y la incógnita no ha sido despejada, aunque hemos estado empleando todas nuestras habilidades investigativas. ¿No os ha ocurrido que, después de considerar todos los contornos de un problema o circunstancia, todavía no habéis logrado una explicación que acabe de convenceros?  

     La fe lo mueve todo en este mundo nuestro. Incluso aun no siendo creyente en Dios, la confianza se convierte en el motor de todo lo que hacemos y esperamos. Todo tiene que ver con tener fe en alguien o en algo para hacer cualquier clase de actividad. Nos fiamos de los que pilotan aviones y conducen autobuses y trenes. Confiamos en que un aparato tecnológico funcione como debe y confiamos en la garantía de terceros que no conocemos personalmente para que esto sea así. Nos fiamos de aquellos que nos enseñan sobre cosas que no podemos ver de primera mano, y ponemos nuestra fe en asumir que determinadas cuestiones son como son sin siquiera buscar el modo de comprobarlas científicamente. El ateo más ateo cree en algo, sea lo que sea, para seguir sustentando los propósitos y planes que elabora para su bienestar. En definitiva, la fe forma parte de todas nuestras interacciones con la realidad, y no en pocas ocasiones, tiramos de ella para mantenernos cuerdos y para no tener miedo en la vida. 

     Habacuc, después de mantener un diálogo crudo y sincero con Dios, tras escuchar el juicio inevitable de Dios sobre sus compatriotas, y al serle revelado el futuro de la nación que iba a ser usada como instrumento de su castigo sobre su pueblo corrompido, llega a la conclusión, dolorosa y gloriosa a la vez, de que Dios es soberano en sus decisiones, en sus caminos y en sus acciones. Ha intentado entender las motivaciones divinas que van a desembocar en un exilio terrible y desolador de sus convecinos judaítas. Pero el Señor, tras haber dejado meridianamente claro su planteamiento, no le ha dejado margen a seguir pleiteando contra Él. Dios se muestra inamovible en sus medidas punitivas, aunque deje entrever que existe una esperanza, aunque lejana, de que Judá revierta su infortunio y regrese a su patria para obedecerle y adorarle. Por ello, Habacuc, profeta de Dios, entiende que no queda más que confiar en los designios de su Señor, aguantar el chaparrón, y aguardar tiempos mejores en los que la gloria de Dios resplandezca en medio de su pueblo. 

1. UN RUEGO COMUNITARIO 

     La respuesta de Habacuc a todo el discurso de Dios, expuesto en el capítulo anterior, se torna en una oración que pretende ser la oración de todos aquellos que, ante la temible intervención divina, entienden que lo mejor es sujetarse humilde y obedientemente a la soberanía y señorío de Dios: Oración del profeta Habacuc, sobre Sigionot ¡Jehová, he oído tu palabra, y temí! ¡Jehová, aviva tu obra en medio de los tiempos, en medio de los tiempos hazla conocer; en la ira acuérdate de la misericordia! Dios viene de Temán; el Santo, desde el monte Parán. Selah.” (vv. 1-3a)  

     El profeta compone una plegaria comunitaria en la que expresa todos aquellos sentimientos que le inspiran las palabras fieles y contundentes de Dios que hablan de un futuro entremezclado de temor y confianza. La expresión “sigionot” es simplemente un término musical, de origen desconocido para nosotros, que indica un tipo de composición concreta a la hora de ser cantado o interpretado. Esta palabra aparece también en el Salmo 7, por lo que los cantores de Judá e Israel conocían su auténtico significado. Además, en el último versículo de esta composición, se nos da alguna pista sobre este extremo: “Al jefe de los cantores. Para instrumentos de cuerdas.” (v. 19) 

      Habacuc comienza manifestando el efecto inmediato que causan en su ser los juicios revelados en los capítulos anteriores. El corazón se desboca en el pecho del profeta, el temor reverente se instala en su mente, y sus oídos retiñen a causa del contenido de las palabras dichas por Dios. Cuando uno escucha la voz de Dios no puede permanecer impertérrito e insensible. Habacuc comprende al fin, en una suerte de madurez espiritual inusitada, que no está dialogando con un cualquiera, con un congénere suyo. Está conversando con el Señor del universo y con el Dueño de la historia humana. 

     Sabiendo el fin que iba a padecer Judá a causa de sus desvaríos e idolatría, solo queda en el corazón de Habacuc interceder por sus hermanos y hermanas. Su primer deseo es que Dios avive su obra en medio de los tiempos. ¿Qué quiere decir esto? Básicamente, se refiere a que el Señor, empleando la vara de la disciplina, reavive y reactive en Judá un anhelo profundo por volver a las sendas antiguas, a los tiempos del rey Josías, a una reforma estructural e integral de la sociedad judaíta. Si deben pagar por su inoperancia espiritual y por sus inmoralidades, que paguen, pero que de ahí surja, cual ave fénix de sus cenizas, una nueva nación que viva plenamente a Dios en todos los ámbitos. Su segundo ruego supone que, tras la disciplina y las consecuencias que de esta se derivan, se aprenda la lección. Judá debe reconocer la mano de Dios en la limpieza radical que se va a iniciar en el futuro, y las naciones aledañas también han de observar que el Señor es santo y que es celoso de su pureza y gloria.  

     Y, en tercer término, Habacuc aboga por que cuando Dios ejecute su juicio sobre Judá, un juicio que el profeta confiesa que es justísimo, también recuerde en su misericordia a su pueblo, de tal modo que no sea completamente destruido por mor de sus pecados e infracciones. Esta es una hermosa declaración que deberíamos hacer nuestra cuando sabemos que nuestras estructuras eclesiales o denominacionales se ven inmersas en escándalos, perversas praxis y abusos de toda clase. Necesitamos ser purificados por el Señor, del mismo modo que necesitamos su perdón tras nuestra confesión y arrepentimiento. La ira de Dios, la cual se interrelaciona íntimamente con su justicia perfecta, no quita que el Señor sea compasivo y se apiade de su díscolo pueblo, fundamentalmente después de someterse a su escrutinio.  

     Antes de la pausa, señalada por el Selah, Habacuc rememora ante sus oyentes dos instantes cruciales para la nación israelita en Temán, un lugar ubicado al sudeste de Israel en Edom, y el monte de Parán, también conocido como el desierto del Sinaí. Estos dos emplazamientos señalan la acción y presencia de Dios en tiempos en los que Israel no tenía patria ni territorio, y demuestran que, si Judá es algo en el marco de la realidad, es gracias a la liberación y poder del Señor. 

2. UNA VISIÓN INTENSA DE LA GLORIA DE DIOS 

     Realizados los ruegos que inviten a Dios a que siga considerando a Judá como su heredad, Habacuc inicia un apartado de adoración y contemplación de la gloria y majestad del Señor: “Su gloria cubrió los cielos, la tierra se llenó de su alabanza. Su resplandor es como la luz. Rayos brillantes salen de su mano; allí está escondido su poder. Delante de su rostro va la mortandad, y tras sus pies salen carbones encendidos. Se levanta y mide la tierra; mira, y se estremecen las naciones. Los montes antiguos se desmoronan, los collados antiguos se derrumban; pero sus caminos son eternos. He visto las tiendas de Cusán en aflicción; las tiendas de la tierra de Madián tiemblan.” (3b-7) 

     No sé qué sentiré cuando contemple cara a cara a Dios. No sé de qué calibre y calidad será su inmensa gloria cuando mis ojos renovados admiren la hermosura de su santidad. Lo que sí sabemos es que, cuando alguien es testigo del esplendor que emite Dios, se postra en adoración y homenaje. Habacuc nos describe con palabras increíblemente bellas en qué consiste la gloria y presencia de su Señor. El firmamento no puede abarcar la espléndida y majestuosa plenitud de su ser, y el ser humano, ante esta visión espiritual de Dios, no puede más que prorrumpir en alabanza y adoración. Es la reacción lógica ante el Todopoderoso, el Creador de cielo y tierra, el tres veces Santo. Menos sería una burla, un error y un desprecio hacia su persona. La luz, los rayos brillantes que nacen de sus manos, y el poder omnímodo son elementos terrenales y visibles que nos permiten asombrarnos ante la magnificencia divina. El conocimiento, la claridad, la libertad y la potencia de sus manos nos indican que nuestro Dios es terrible y hermoso a la vez.  

     La muerte, efecto desgraciado de la caída del ser humano en el pecado, así como los carbones ardientes, traducidos en otras versiones como sinónimos de plagas y pestilencia, son sus servidores. Nada sucede sin que Él lo permita, nadie muere si Él no lo dictamina, nadie está a salvo de su ira si el pecado y la transgresión se instalan permanentemente en el alma humana. Dios es omnisciente, conocedor de cada detalle de su creación, atento a las vicisitudes y trayectorias de todas sus criaturas. No es un Dios sentado en las alturas de un Olimpo, divirtiéndose con las peripecias de las sociedades y civilizaciones mortales. Más bien, el Señor interviene en el curso de la historia, sustenta y preserva a sus hijos, y da sentido al alma humana día tras día, siglo tras siglo. No se mantiene al margen, sino que está al timón de todo cuanto pasa, a pesar de las tretas que Satanás emplea para que el plan de salvación no llegue a buen puerto. Las naciones tiemblan cuando el Señor emite su juicio, los lugares altos donde se enaltecían a los ídolos paganos tienen sus horas contadas, y todo forma parte de sus designios eternos e inmutables. De nuevo, Habacuc inserta aquí una nueva referencia a los tiempos antiguos de Israel: Madián y Cusán. En estos dos lugares, uno en el noroeste de la península Arábiga, y el otro, en territorio de la península del Sinaí, se fraguó la identidad de Israel y se probó su destino nacional. 

3. MEMORIA DE TIEMPOS PRETÉRITOS 

     Con estas dos alusiones a territorios por los que tuvieron que pasar los israelitas después de ser liberados de la servidumbre de Egipto, lugares conocidos por toda Judá como ubicaciones en las que el poder, la provisión y la providencia de Dios fueron manifiestos, Habacuc describe una batalla cósmica feroz en la que Dios contiende contra las fuerzas de mal: “¿Te has airado, Jehová, contra los ríos? ¿Contra los ríos te has airado? ¿Arde tu ira contra el mar cuando montas en tus caballos, en tus carros de victoria? Tienes tu arco preparado; los juramentos a las tribus fueron palabra segura. Selah. Has hendido la tierra con los ríos. Te ven los montes y temen; pasa la inundación; el abismo deja oír su voz y alza sus manos a lo alto. El sol y la luna se detienen en su lugar, a la luz de tus saetas que cruzan, al resplandor de tu refulgente lanza.” (vv. 8-11) 

     ¿A qué se refiere el autor de esta oración comunitaria cuando habla de que Dios se enfurece con los ríos y los mares? ¿Acaso a Dios no le gustan? Por supuesto que no. La mención de estos dos elementos acuáticos obedece a otros dos hitos históricos de la salida de Egipto de Israel. En relación a los ríos, hagamos memoria de cómo Dios partió la corriente del río Jordán para que los israelitas pasaran en seco, y en alusión a los mares, traigamos a la mente el supremo instante en el que Dios abrió en dos el Mar Rojo, a fin de que pudiesen eludir el ataque de los carros egipcios. El Creador maneja y gestiona su creación según el propósito de su soberanía, algo que los antepasados de los habitantes de Judá habían constatado de forma impresionante. Del mismo modo que los egipcios se ufanaban en la potencia militar de sus carros y caballos, Dios empleó, metafóricamente hablando, sus carros y caballos celestiales para destruir a los enemigos de su pueblo escogido. Cual guerrero divino, Dios siempre tiene listo el instrumento de su justicia y juicio, y sus promesas a sus hijos son veraces y se consuman en la realidad terrenal a su debido tiempo. 

    De nuevo, Habacuc aporta otro episodio bien conocido por sus oyentes: el diluvio universal. Todos sabemos a tenor de qué razón la humanidad fue prácticamente raída de la superficie de la tierra. El pecado se ha incrementado, las injusticias son una plaga que diezma y deshonra al ser humano, la maldad cunde, y Dios ha de tomar cartas en el asunto de forma rotunda y radical. Dios hace que los ríos recrezcan, que sus caudales aneguen toda la tierra habitable, los montes y oteros son sepultados bajo el barro y la lluvia torrencial, las inundaciones se suceden a diestra y siniestra, el abismo vomita desde sus profundidades cantidades descomunales de agua, como si de brazos levantados hacia el cielo se tratara... El cataclismo por excelencia de los textos bíblicos y de los tiempos ancestrales es una señal que advierte a Judá de que cuando Dios juzga a los perversos, no se anda con chiquitas. Además, el profeta hace referencia a otro relato de amplia consideración por los judaítas: el momento en el que, en la época de Josué, Dios permitió que el sol y la luna se detuviesen por completo en los cielos, y así ayudar a Israel en la derrota de sus temibles adversarios, siendo Dios mismo un soldado más que enarbola su lanza flamígera y ataca con sus venablos de luz intensa. 

4. EL GUERRERO DIVINO 

     Con esta imagen de un Dios guerrero, a la usanza de las creencias idolátricas de las naciones circundantes, Habacuc nos ofrece un cuadro especialmente sobrecogedor de la supremacía del Señor sobre otras religiones y creencias paganas, y en especial sobre el Imperio Babilónico, verdugos de Judá: “Con ira pisas la tierra, con furor pisoteas las naciones. Has salido para socorrer a tu pueblo, para socorrer a tu ungido. Has abatido la cabeza de la casa del impío, has descubierto el cimiento hasta la roca. Selah. Traspasaste con sus propios dardos las cabezas de sus guerreros, que como tempestad acometieron para dispersarme, regocijados como si fueran a devorar al pobre en secreto. Caminas en el mar con tus caballos, sobre la mole de las muchas aguas.” (vv. 12-15) 

     Babilonia, imperio elegido para disciplinar a Judá, no se irá de rositas cuando perpetre toda clase de crímenes e indignidades contra el pueblo de Dios. La ira de Dios se trasladará a esta nación que subyugará a cientos de pueblos en su terrorífica invasión. Dios aborrece la soberbia y la crueldad de los caldeos, y tras cumplir con su papel de azote de los judaítas, éstos deberán rendir cuentas delante de Él. Dios se ocupará de auxiliar a los suyos, maltrechos y arrepentidos por haber cambiado la gloria de Dios por el enaltecimiento de sus egos. El arrepentimiento y la contrición proporcionarán al Señor la oportunidad de rescatarlos de las garras de sus conquistadores. Cuando el profeta habla aquí de ungido, aun cuando pueda parecer referirse a un cumplimiento mesiánico, dado que “ungido” en su original hebreo es “mesías,” más bien puede atribuirse a toda la nación de Judá, escogida, santificada, y ungida por el Espíritu Santo, que a una personalidad concreta. Dios no olvida a su pueblo y todos los maltratos sufridos, y, por tanto, el Señor hará justicia en el momento adecuado. 

     La destrucción y declive de Babilonia es un hecho histórico palmario, resultado de la vindicación divina en favor de su pueblo. La historia de un Nabucodonosor entregado a la locura, convertido en un animal que vagaba por los bosques sin los controles de la razón y las convenciones sociales, es la evidencia de que la cabeza de la casa del impío fue trastocada, y el signo de que pudo descubrirse de qué material estaban hechos los imperios. El gran guerrero divino luchó las batallas por su pueblo, sometiendo a los poderes bélicos que preveían que iba a ser fácil derrotar y humillar a los hijos de Dios. Creían, en su soberbia, que su capacidad militar iba a salvarlos de ser ajusticiados por el Señor. Dios, como un auriga que conduce y guía su carro y sus caballos con maestría y temible pericia, iba a consumar su juicio sobre los enemigos de Judá dentro de su itinerario soberano. El Señor siempre estará ahí para vengarnos de nuestros adversarios, presto a luchar contra las asechanzas de Satanás, y con la promesa de que su victoria es también nuestro triunfo. 

5. AUNQUE 

     Por último, Habacuc escribe uno de los textos más impresionantes y hermosos de la Biblia. A su ruego, a su glorificación de Dios, a su descripción de un Dios justo que batalla en nuestro favor, ahora añade la idea de que Dios es completamente soberano, y que lo mejor que podemos hacer cuando las cosas son determinadas por el Señor, es plegarnos a su voluntad sin buscar tres pies al gato: “Oí, y se conmovieron mis entrañas; al oír la voz temblaron mis labios. Pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí. Tranquilo espero el día de la angustia que vendrá sobre el pueblo que nos ataca. Aunque la higuera no florezca ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo y los labrados no den mantenimiento, aunque las ovejas sean quitadas de la majada y no haya vacas en los corrales, con todo, yo me alegraré en Jehová, me gozaré en el Dios de mi salvación. Jehová, el Señor, es mi fortaleza; él me da pies como de ciervas y me hace caminar por las alturas.” (vv. 16-19) 

      Una vez más, Habacuc reitera la impresión abrumadora que Dios ha causado en su vida al escuchar de qué manera va a seguir su hoja de ruta en relación a Judá y Jerusalén. Sus entrañas, todo su interior, y sus labios quedaron atenazados ante la apabullante revelación de Dios. Poco podemos decir cuando el Señor habla a sus siervos. La piel de gallina y los pelos como escarpias es todo lo que queda cuando el oráculo de Dios ha sido pronunciado. En Dios todo es sí y amén. Tal es el efecto que tienen sobre Habacuc las palabras divinas sobre Judá y Babilonia que siente que en sus huesos se enciende un fuego que lo consume. La respuesta de Dios ha trastornado todos sus esquemas mentales, y aun cuando hay cosas que no acaba de entender, comprende que debe depositar toda su fe en los designios de Dios. Solo queda esperar acontecimientos, resignarse ante los eventos catastróficos que están por venir, y someterse bajo las directrices del Señor. Su único consuelo es que, después del juicio de Judá y de Babilonia, un pueblo restaurado y renovado que busca la honra de Dios aparecerá para prosperar delante de su presencia. 

     ¿Por qué amamos a Dios? ¿Le amamos porque nos bendice, nos provee y nos da cosas buenas? ¿Le amamos porque todo nos va a las mil maravillas? ¿Es esto verdadero amor por Dios? En uno de los versículos más preciosos de la Biblia, Habacuc nos muestra cuál es el verdadero camino del contentamiento, de la sumisión a la soberanía de Dios, y del auténtico amor por nuestro Creador y Señor. El vocablo clave para entender el amor que deberíamos albergar para con Dios es “aunque.” ¿Amas igual a Dios, aunque? El profeta nos pone a prueba con una enumeración de situaciones adversas y críticas por las que podía pasar el pueblo de Judá a la hora de recibir el juicio de Dios. Aunque falte prosperidad, bienestar y seguridad (simbolizados por la higuera); aunque se carezca de alegría y júbilo en la vida (significadas por la vid); aunque la luz, la paz y la longevidad desaparezcan de nuestras existencias (simbolizadas por el olivo); aunque los planes de sustento se malogren, y la crisis financiera se cebe en nosotros (labrados, ovejas y vacas); a pesar de todo, seguiré encontrando mi satisfacción y gloria en Dios. ¡Qué expresión tan sublime de confianza y de amor por Dios! ¡No hallaremos otra igual! ¿Puedes tú decir lo mismo que Habacuc? ¿O tu amor por Dios se ve transformado en función de las circunstancias? 

     La mayoría de nosotros las hemos pasado canutas en momentos determinados de nuestra trayectoria vital, y sabemos cómo nuestra fe puede tambalearse, cómo podemos poner en tela de juicio la existencia de Dios, cómo los problemas que nos afectan tienen la capacidad de llegar a hacernos renegar de la realidad de un Dios que nos cuida y nos ama. Podríamos decir que este versículo, digno de ser memorizado e interiorizado por cada creyente, es la prueba del algodón para muchas personas que dicen ser cristianas, y en realidad no lo son. Cuando el huracán arrasa todo cuanto tenemos en alta estima, cuando ruge la tormenta y cuando prácticamente no tienes un tablón al que aferrarte para mantenerte a flote, es cuando se verifica realmente qué clase de siervos somos delante de Dios. En los instantes de quietud, alegría y prosperidad siempre será fácil ser creyente en el Señor. Sin embargo, en las circunstancias de tribulación descubriremos de qué pasta estamos hechos, si consideraremos a Dios como nuestra fortaleza, y si conservaremos intacta nuestra fe en Él, madurando y esperando a que el Señor nos sostenga y nos haga estar por encima de las crisis que nos toque vivir. 

CONCLUSIÓN 

     Todos deberíamos leer y estudiar el libro de Habacuc. Breve, pero profundamente inspirador. Es una muestra más de cómo el creyente en Dios puede hablar con Él desde la confianza y la reverencia, y encontrar un mundo nuevo en sus planes soberanos. Podemos tratar de encontrar respuestas que se acomoden a nuestra visión de cómo deberían ser las cosas, pero al final, Dios es el que tiene la última palabra. Tal vez esta última palabra nos desconcierte, rompa nuestros esquemas mentales o nos disguste. Pero, después de meditar en su revelación escrita, habremos de convencernos de que Dios no da puntada sin hilo y que sus propósitos son muchísimo más altos que los nuestros.  

     Por añadidura, si leemos Habacuc, nos daremos cuenta de que solo existe una manera de amar a Dios: a pesar de todo y aunque todo a nuestro alrededor parezca derrumbarse como un castillo de naipes. Amemos, pues, a Dios, aunque el mundo colapse y aunque nuestra presunta lógica racional nos diga cualquier otra cosa.

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