GALARDÓN
SERIE DE
SERMONES EN MATEO 10 “MISSIO DEI”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 10:40-42
INTRODUCCIÓN
¿A quién no le
gusta que le den un premio? Yo creo que a todos nos ha encantado en algún
momento dado de nuestra vida que un grupo de personas hayan tomado la decisión
de entregarnos un trofeo, una medalla o un diploma en virtud de nuestros
merecimientos. Porque en eso consisten los premios, en otorgar un
reconocimiento simbólico y visible a la vez, a personas que han hecho méritos
suficientes en cualquier campo de las artes, de las ciencias o del pensamiento.
Incluso podemos encontrar esos Oscar de plástico dorado y brillante que
regalamos a una persona que nos importa y que se ha preocupado por atender
nuestras necesidades y por amarnos, como puede ser un padre, una madre o unos
abuelos.
El ser humano ha
necesitado desde tiempos inmemoriales recibir el aplauso y la alabanza de los
demás, pero no sin haberse dejado la piel en el intento por mejorar en algo la
existencia de otros. Ser receptores de un galardón sin haberlo merecido es algo
muy triste y muy egoísta. Y por supuesto, bastante hipócrita. De esta clase de
personas sí hallamos en nuestra sociedad: personajes que se apoderan de las
ideas, los inventos o los proyectos que otros han ido creando con sacrificio y
tesón. Lamentablemente, saben que se mienten a sí mismos, creyendo que son los
autores de las obras de los demás, y sin embargo, el tiempo los irá colocando
en su lugar, dada su incapacidad por elaborar algo propio que valga la pena.
Yo gané algún que
otro premio de dibujo en la escuela y en el instituto, y la verdad es que la sensación,
más allá de lo que te den como recompensa, es increíble, sobre todo porque te
ves aupado a las cumbres del éxito, aunque éste sea efímero y poco reseñable
para la posteridad. Siempre he pensado que los mejores premios y galardones son
aquellos que aparecen por sorpresa en tu vida, aquellos que no intentas
conseguir, sino que son aquellos que te son ofrecidos simplemente por ser
coherente con tus principios, con tu fe y con tu llamamiento.
Si vamos a ser
cristianos únicamente por lograr un beneficio final como consecuencia de
nuestros actos, nos estaríamos equivocando. Si vamos a ser creyentes solamente
por recibir una medalla al valor o al esfuerzo que nos encumbre y nos
enorgullezca, estaríamos errando el blanco. Pero si dejamos que sea el Espíritu
Santo el que guíe nuestras actuaciones en la vida dentro del curso de acción
que nos marcó Jesús, y permitimos que nuestra fe dé frutos de justicia sin
obsesionarnos por lo que nos será dado en el más allá, el galardón será mucho
más hermoso, mucho más placentero.
Jesús no quiere
terminar de dar las instrucciones sobre la misión de Dios a sus doce apóstoles,
sin recordarles que aquellos que sean hospitalarios con ellos, serán
recompensados graciosa y abundantemente por Dios. El recibimiento de cualquier
persona en la cultura oriental siempre ha sido sagrado y sumamente apreciado.
Un viajero itinerante, un comerciante que iba de aldea en aldea, o un mensajero
del rey portando el pregón a todos los rincones del país, siempre hallaban un
hogar hospitalario en el que poder descansar de un trayecto a pie, en el que
comer y beber para saciar sus necesidades fisiológicas más imperiosas, y en el
que pernoctar, para así reemprender su camino al día siguiente con renovadas
energías. Tal era la importancia que se le concedía a la práctica de la
hospitalidad, que el hogar del anfitrión se convertía en una especie de lugar
sacrosanto, en el cual ningún peligro ni amenaza tenía cabida para el recién
llegado. Sin embargo, como siempre suele pasar, de todo tiene que haber, y
también había personas que no abrían sus casas de par en par al forastero, y
que, con mala baba, incluso los echaba a patadas de delante de su vivienda.
A.
RECEPCIÓN Y
AUTORIDAD
Los apóstoles
debían saber que su misión no era cualquier cosa. No iban a transitar por toda
Judea como discípulos de un maestro cualquiera, proclamando un mensaje
cualquiera. Eran los mismísimos representantes de Dios en la tierra, los
embajadores de su Reino, su voz en medio de los habitantes de Israel. De ahí que
Jesús respalde esta comisión divina con las siguientes palabras: “El que a vosotros recibe, a mí me recibe;
y el que me recibe a mí, recibe al que me envió.” (v. 40) Es una cadena
lógica de representación lo que intenta explicar Jesús a sus discípulos. Si un
hogar trata bien y alberga a cualquiera de los doce apóstoles, es como si
estuviese tratando bien y albergando a Jesús, y por extensión, y como
consecuencia directa, los moradores de esa casa estarían bendiciendo y
sirviendo al mismo Dios. Lo mismo sucedería a la inversa. Si alguien maltrataba
o maldecía a los enviados de Jesús, estaría escupiendo en la cara del maestro
de Nazaret, y por tanto, insultando gravemente a Dios mismo. Las implicaciones
de la autoridad dada por Dios a estos doce hombres eran bastante serias.
Lo mismo sucede
con cada uno de nosotros, aquellos que hemos recibido de Dios el mandato y el
encargo de predicar el evangelio de salvación al mundo, en el entorno en el que
nos hallamos enclavados, y más allá. Cuando intentamos hablar de Cristo a
nuestros vecinos, amigos o familiares, lo hacemos sabiéndonos colaboradores de
Dios, representantes y sacerdotes del Rey de reyes, y del Señor de señores. Nos
encontraremos con personas receptivas al mensaje redentor de Cristo, y éstas serán
tratadas por Dios con benevolencia y misericordia. Y nos toparemos con
individuos agresivos y problemáticos que nos darán la espalda en señal de
disgusto, que nos vituperarán, o que se burlarán de nuestra fe, y que a su
tiempo recibirán el pago de su rechazo y maledicencia. Lo importante aquí, es
saber que somos escogidos por Dios para dar a conocer las buenas nuevas del
deseo de reconciliación que el Señor tiene con sus criaturas, y que vayamos por
donde vayamos, es como si se ejecutase un juicio divino sobre personas
hospitalarias y abiertas a conocer de Cristo, y sobre personas llenas de
amargura e insensibilidad espiritual para con el Señor.
B.
RECEPCIÓN Y
GALARDÓN
A continuación,
Jesús compara a sus apóstoles con los profetas de antaño, del Antiguo
Testamento, dándoles a entender de nuevo el gran calado y la magnífica dignidad
de su llamamiento y misión: “El que
recibe a un profeta por cuanto es profeta, recompensa de profeta recibirá; y el
que recibe a un justo por cuanto es justo, recompensa de justo recibirá.” (v.
41) Como consecuencia del versículo anterior, Jesús indica que el galardón
o recompensa que recibirá cada hogar que recibe a un vocero de Dios o a un
siervo obediente y fiel del Señor, será formidable y grandioso.
No es fácil recibir
a un profeta. El profeta tiene la “mala” costumbre de decir justo lo que Dios
quiere que diga, y esto, muy a menudo, significa que pronunciará palabras, que
aunque son verdaderas, no son precisamente de nuestro agrado según la carne.
¿Cuántos profetas en el Antiguo Testamento no fueron apedreados, torturados,
amenazados y expulsados de muchos sitios a causa del mensaje que Dios les había
dado para comunicarlo a la sociedad? Casi todas las veces, este rechazo
obedecía a que la verdad de Dios señalaba lo peor del ser humano, descubría la
mentira que estaba en la mente del pueblo y desnudaba la hipocresía de los
dirigentes y sacerdotes, los cuales no querían más que vivir del cuento y de la
manipulación de la auténtica verdad.
Justamente sucede
igual con dar entrada al hogar de un justo, de una persona recta en sus
acciones, palabras y pensamientos. Es difícil asimilar que al lado de una
persona así, nosotros somos imperfectos, rebeldes y negligentes. No nos gustan
las comparaciones con individuos que viven su fe de forma apasionada y real,
porque advertimos que nosotros deberíamos mejorar nuestra vida práctica, ética
y espiritual con el fin de ser como ese justo que ha entrado a morar bajo
nuestro techo. ¿No os ha pasado algo así cuando un pastor, un misionero o un
siervo o sierva de Dios se han quedado unos días en tu casa, y habéis
comprobado qué manera tan piadosa tiene de comportarse?
Por eso, ante lo
incómodo que pueda ser tener que dar cobijo a profetas del Señor que se dedican
a transmitir el amor de Dios por medio del evangelio de Cristo, y recibir
hospitalariamente a obreros del Señor que son testimonios genuinos de la
operación santificadora del Espíritu Santo, lo cierto es que existe una
recompensa inmediata en intentar imitar su devoción a Dios y en escuchar en sus
palabras la voz del Señor, y un galardón futuro cuando comparezcamos ante el
tribunal de Cristo.
C.
RECEPCIÓN Y
SERVICIO HUMILDE
Por último, como
colofón de estas últimas indicaciones a sus doce discípulos escogidos, Jesús
garantiza el galardón o el premio a aquellos que atienden humildemente a los
más humildes de la tierra: sus emisarios. Paradójicamente, aunque en los dos
versículos anteriores Jesús engrandece a sus apóstoles, considerándolos
mensajeros y representantes de Dios, así como profetas y justos con una
autoridad dada de lo alto, en este tercero, habla de sus discípulos como
personas pequeñas, en un sentido de humildad y de sencillez: “Y cualquiera que dé a uno de estos
pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto
os digo que no perderá su recompensa.” (v. 42) Esos pequeñitos son sus
discípulos, sus aprendices. Y son pequeñitos porque en relación a los valores y
principios del Reino de los cielos, aquellos que siguen y obedecen a Jesús son
solo servidores que cumplen de buen grado con la misión que se les ha encomendado.
De algún modo, Jesús no quiere que sus discípulos caigan en el error de darse
más importancia que la que tienen en realidad por el hecho de haber sido
nombrados apóstoles. Su mensaje sencillo, su apariencia humilde y su
simplicidad a la hora de alcanzar a todos cuantos quisieran escuchar el
evangelio de salvación, debían estar a la par que su actitud y su talante.
¿Cuántos no se
arrogan el nombre de “apóstol” para hacer ver a sus demás hermanos en la fe que
están por encima de todos en términos de poder y espiritualidad? ¿Cuántos no
dudan en autonombrarse apóstoles para dar a entender que nadie les puede toser,
que nadie debe llevarles la contraria y que absolutamente nadie puede hacer
nada contra una “unción especial” que Dios les ha conferido? Para Jesús, el
vocablo “apóstol” no significa nada en términos de jerarquía o de poder, ya que
si el apóstol no es humilde como un niño, dependiente de Dios como una
criatura, o puro en sus intenciones como un infante, deja de ser apóstol para
convertirse en una caricatura y en una excusa para manipular a creyentes que se
dejan llevar por los títulos y las nomenclaturas rimbombantes. Desde Pedro
hasta Judas Iscariote, los doce apóstoles debían cultivar un espíritu sumiso a
Dios y disponible para el servicio, no para mandar y ordenar altivamente a
cuantos se pusieran por medio.
¡Qué precioso es
saber que Dios valora hasta los detalles más triviales y sencillos de la vida!
¡Qué maravilloso es poder comprobar cómo un solo vaso de agua fresquita, algo a
todas luces sencillo y fácil de entregar al sediento, a uno de los discípulos
de Jesús, podía redundar en una gran recompensa del Señor! A veces perdemos de
vista que no importa tanto lo que se da, sino cómo se da, con qué actitud se
entrega algo, aunque sea simple como un sorbo de agua. Dios aprecia de una
forma tan increíble el gesto humilde que se realiza hacia uno de sus hijos, que
nunca se olvidará de entregar a esa persona honrada el galardón impresionante
que merece. He aquí la bendición de Dios sobre todo aquel que no se deja llevar
por las apariencias, las sospechas o las conveniencias, sino que en cuanto
percibe la necesidad en alguno de sus hijos y la satisface sin remilgos ni una
predisposición a recibir algo a cambio, recibe el regalo más enriquecedor del
mundo: la mirada agradecida del necesitado discípulo de Jesús.
CONCLUSIÓN
La epístola a los
Hebreos dice en uno de sus versículos que algunos hospedaron a ángeles del
Señor aun sin saberlo, y que éstos tendrán su parte y galardón en los cielos.
Esos ángeles, del griego angelos, “mensajero,” puede ser un misionero que está
de paso por nuestra ciudad, un pastor que necesita acomodo en algún lugar para
descansar en su ruta a otras latitudes, o un hermano o hermana en Cristo que
tiene una necesidad puntual, y que nosotros podemos colmar desde la sabiduría
que nos da el Señor. El Señor bendecirá, sin lugar a dudas, ese hogar que acoge
humildemente a un humilde siervo de Dios, y colmará de inefables beneficios a
la familia que los trate con bondad y amabilidad.
Y por si esto fuera poco, cuando Cristo diga tu nombre
para enumerar tus acciones en favor de los que predicaron su evangelio
glorioso, lo hará con esa sonrisa de gratitud que te dejará sin aliento y que
disfrutarás por toda la eternidad. Como hospedadores y personas hospitalarias,
también estaremos colaborando en la misión de Dios, y el galardón celestial
será la culminación a nuestro amor por los obreros del Señor.
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