DIVISIÓN
SERIE DE
SERMONES EN MATEO 10 “MISSIO DEI”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 10:32-39
INTRODUCCIÓN
Cuando Martín
recibió la invitación de uno de sus hermanos para asistir junto a su esposa a
la comida de Navidad no pudo por menos que recelar. Hacía mucho tiempo que las
relaciones entre él y sus hermanos se habían ido distanciando desde aquel
episodio tan lamentable y terrible. No hubiera imaginado que su propia familia
fuese a reaccionar de una manera tan agresiva y vehemente después de darles una
noticia, que sí, podía llegar a confundirlos y a sorprenderlos, pero que ni por
asomo iba a pensar que las cosas se saldrían de madre. Después de una escena
realmente triste, Martín entendió que en cada encuentro que tuviese con sus
hermanos, la discusión y la tensión serían el resultado esperado.
Decidió que por
un tiempo intentaría, con dolor y pena, alejarse de cualquier cita familiar,
puesto que lo que no quería era inflamar el ambiente ni disgustar a sus
ancianos padres. Hubiera sido fácil transigir ante las quejas y las
advertencias de sus hermanos, tener la fiesta en paz y dejar que su decisión se
diluyese en el tiempo como un mal sueño o como una caprichosa elección que
solamente traía división y encendidos debates hogareños.
Al leer con
detenimiento la carta, no pudo evitar recordar cómo sus padres, entre lágrimas
y súplicas, intentaron quitarle de la cabeza la decisión que había tomado,
apelando a que lo que más importaba era una familia unida, y que, si algo
impedía esa unión, no debía ser algo bueno. Martín sintió la amargura en su
corazón y el enrevesado nudo en su garganta cuando les dijo que su conciencia
no le perdonaría nunca volver atrás en aquello que había escogido ser. Después
de unos cuantos “tiras y aflojas,” sus padres se dieron por vencidos y dejaron
que Martín siguiese su camino.
Nunca dejó de
echar de menos aquellos momentos entrañables en familia, ni se olvidó de
recordar a sus hermanos, aunque éstos se hubiesen puesto en su contra. Y ahora,
tras varios años de distanciamiento, llegaba esta invitación. ¿Habrían
recapacitado y entendido su decisión? ¿Lo acogerían de nuevo con los brazos
abiertos para retomar una serie de relaciones que se habían roto y desgastado
con el tiempo? Quiso creer que era así, que al fin se habían dado cuenta de lo
que suponía para Martín haber tomado la decisión que había cambiado por
completo su vida.
El día del
reencuentro llegó. La incomodidad aún seguía siendo palpable en los saludos y
en los abrazos un tanto forzados, pero Martín se dijo para sus adentros que eso
era normal, que tantos años sin comunicación directa todavía envaraba los
gestos y endurecía los rostros. Su perspectiva era positiva, optimista, y cuando
pudo abrazar a sus padres entre sollozos de alegría y nostalgia, quiso que ese
día fuese especial y que nada ni nadie pudiese empañar el momento. Sentados en
el salón mientras tomaban un aperitivo, cada hermano junto a sus esposas e
hijos, fue contando sus cosas, sus logros, sus sueños y sus ocupaciones. La
distensión comenzó a evaporar la rigidez de las comisuras de los labios, y las
risas y carcajadas que provocaban los recuerdos familiares llenaban la
estancia. Todo iba a ir bien. Parecía que nada enturbiaría la alegría en este
reencuentro. Hasta que llegó el momento en el que todos se sentaron en torno a
la mesa, y el vino empezó a regar los platos y a desatar las lenguas.
Del tema de la
política se pasó al del deporte, del deporte a la situación actual de crisis, y
de la crisis se desembocó en un asunto tabú, el cual había hecho saltar por los
aires la fraternidad familiar años atrás: la religión. Uno de los hermanos de
Martín comenzó a burlarse de los cristianos, tachándolos de fanáticos supersticiosos,
de ignorantes cabezas huecas que eran despojados de su dinero y de sus ganas de
divertirse en la vida por lobos con piel de cordero. Otro le rio las gracias, y
de forma coral se unió a esa serie de afirmaciones, señalando despectivamente
con su dedo a Martín.
Martín, sonrojado
ante esta repentina oleada de ataques, trató de disimular su disgusto, de
contener su indignación y de tener la fiesta en paz. Sin embargo, sus hermanos
volvían a la carga una y otra vez, envalentonados por el creciente consumo de
alcohol, sacando de sus pechos lo que en realidad pensaban sobre Martín y sobre
la decisión de haber entregado su vida a Cristo como su Señor y Salvador, y de
haber empezado a asistir a una iglesia evangélica. La gota que colmó el vaso fue
que nadie, ni siquiera sus padres, supieron calmar los ánimos ni reprender las
infames acusaciones que se vertían contra él.
Comprendió que
él había hecho todo lo posible para congraciarse de nuevo con sus hermanos,
pero que éstos todavía eran demasiado remisos a tirar de tolerancia, respeto y
aceptación en lo que a su fe se refería. Cogió su abrigo, se despidió de sus
padres ante los atónitos ojos del resto de la familia, y se marchó con la
mirada arrasada en llanto.
¿Creéis que esta
escena no se ciñe bastante a la realidad de muchas familias que abominan,
rechazan y vilipendian a cualquiera de sus miembros que opta por seguir las
pisadas de Cristo? La familia, estamento sagrado para muchos de nosotros, en lo
que atañe a nuestros afectos religiosos, a nuestra confesión de fe en Cristo y
a nuestra pertenencia a una iglesia evangélica, puede convertirse en nuestra
mayor enemiga. Seguramente habrás escuchado hablar de episodios semejantes al
narrado anteriormente, o incluso tú seas el protagonista de una de estas
historias en las que la intransigencia y el irrespeto familiar sigue
provocándote dolor en el corazón. Jesús, cuando comisiona a sus doce apóstoles
para llevar a cabo la misión de Dios, les avisa sobre los peligrosos individuos
que intentarán arrancarles la piel a tiras a causa del evangelio. Pero también
les advierte que el evangelio del Reino de los cielos será como una espada que
dividirá en dos sus afectos, sus lazos y sus interrelaciones. Ahora están de
parte de Dios, y no todos aquellos a los que aman se unirán gozosos a la causa
que van a proclamar y predicar.
1.
ESCOGE UN
BANDO
La confesión o
reconocimiento público de lo que uno cree manifiesta sin ningún tipo de duda
que está entregado y consagrado a esa fe. Todos podemos ver cómo cualquier
deportista, político o profesional habla con entusiasmo y pasión de aquello que
le hace ser quien es, que le encanta o que mueve el resto de su vida. Lo hacen
sin tapujos, sabiendo que el orgullo que sienten por lo que hacen o piensan, es
algo que está por encima de cualquier opinión o criterio externo. No les
importan los “haters” o aquellos que están en desacuerdo o que hacen escarnio
de ellos. Estas personas son consistentes y coherentes con lo que comunican al
mundo, y entienden que las diferencias son parte lógica de una sociedad plural
en la que todo quisque quiere expresar su visión de casi cualquier cosa o
declaración.
Si los iconos
culturales hablan con soltura de sus filias y fobias, de sus inclinaciones y de
sus intereses, ¿por qué no podemos hacer lo mismo como creyentes en Cristo? ¿O
hemos de avergonzarnos de lo que somos por la gracia de Dios? ¿Nos ocultaremos
a la vista de nuestros vecinos y de nuestra sociedad para no ser objetivo de
aquellos que odian todo lo que suene a cristianismo? Jesús nos dejó muy claro
que como discípulos suyos habríamos de escoger un bando: o estamos con él o
contra él. Sus palabras siguen estando tan vigentes como cuando las pronunció,
y son tan contundentes como siempre quiso que resonaran en la mente y el
corazón de sus seguidores: “A
cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le
confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me
niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que
está en los cielos.” (vv. 32-33)
Por la presión
de grupo o por nuestra inmadurez espiritual es posible que caigamos en la
equivocación de negar que somos cristianos. Tal vez la vergüenza al qué dirán o
la idea de que decir a las claras que somos creyentes limitará nuestra
capacidad de encontrar trabajo, de lograr metas profesionales o de caer bien a
esa chica o a ese chico que tanto te gusta. A lo mejor prefieres pasar
desapercibido, evitando en lo posible cualquier rifirrafe con tus compañeros de
trabajo o estudios. Quizá creas que la paz está por encima de tu fe. Existen
miles de formas en las que podemos negar a Cristo en nuestras vidas. Pero sea
cual sea la que escojas, todas ellas te llevarán a un solo y oscuro lugar en el
que recordarás con remordimiento lo que hiciste en un momento dado en el que tu
testimonio y tu confesión podrían haber marcado la diferencia en la vida de
alguien.
No existe cosa
más terrible que te pueda pasar en esta existencia y en la venidera, que ser
negado por Cristo delante de Dios. Cristo, aquel que nos ha justificado a
través del sacrificio de amor en la cruz, en justicia no podrá interceder por
ti delante de su Padre. Es como si, siendo un adolescente, te avergonzaras de
tu padre o de tu madre, porque son unos carcas, o son raritos a los ojos de tu
cuadrilla. ¿Cómo se puede sentir un padre o una madre al escuchar sin ser
vistos cómo su retoño reniega de ellos, se burla de su personalidad y carácter,
y aplaude las tonterías que otros dicen de tu familia? En la actualidad, a
pesar de la tristeza que esto acarrea a los padres, se deja pasar porque,
quitándole hierro al asunto, lo justificamos diciéndonos que esto solo es cosa
de la adolescencia, pero siempre quedará un poso de amargura en el corazón de esos
padres que lo aman y que hacen todo lo posible por cubrir sus necesidades. En
el orden de la eternidad, sabemos que esto no funciona así, porque al negar a
Cristo, consideramos su muerte y resurrección como algo sin importancia,
risible y carente de relevancia en nuestra dinámica vital. Cuando escoges un
bando en relación a Cristo, algo inevitable e intransferible, procura ser fiel
a tu elección, para que Cristo te presente delante de Dios como alguien que de
verdad entiende el valor de la salvación que ha recibido por gracia.
2.
EL FILO DE
LAS DECISIONES PERSONALES
Algunos piensan
que las siguientes palabras no deberían haber salido de la boca de Jesús: “No penséis que he venido para traer paz a
la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para
poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la
nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa.” (vv.
34-36) ¡Qué palabras tan rotundas y afiladas! ¿No es Jesús aquel que
traería paz a los corazones, que venía a reconciliarnos con Dios y que advirtió
a Pedro de que a quien hierro mata, a hierro muere? Este discurso de Jesús
parece ser la lectura de las mentes de sus discípulos, esperanzados en que nada
habría de ocurrirles a la hora de pregonar las buenas nuevas de salvación.
Entendamos que Jesús no venía a liarla parda. Su misión y propósito no era
empezar la de San Quintín. Simple y sencillamente nos está diciendo desde el
eco de los siglos que, el filo de las decisiones que tomaría todo aquel que
creyese en su nombre a menudo depararía divisiones incluso en el seno de la
familia. La espada de la que habla Jesús no es blandida por él mismo,
promoviendo el odio, la aversión o las disputas entre hermanos, padres, hijos,
suegras y nueras. La espada es desenvainada por aquellas personas que no
respetan el camino que el cristiano escoge al ir en contra de la corriente de
este mundo, de la idiosincrasia y monopolio de una religión concreta, y de las
tradiciones y costumbres familiares.
Jesús no provoca
la división y las peleas fratricidas; son los familiares intolerantes,
espiritualmente ciegos y egoístamente instalados en la comodidad de fluir con
las modas y tendencias cambiantes de nuestra sociedad anticristiana, los que
buscan el encontronazo, la mofa o el insulto. Son como determinadas sectas en
las que se aísla y margina al que no cree y piensa del mismo modo que el resto
del clan familiar. Si no estás con nosotros, entonces estás contra nosotros. A
menudo juegan al chantaje emocional, sugiriendo el daño que el cristiano hará a
sus padres, a sus hermanos, a su cónyuge o a sus hijos. Tildan de integristas
fanáticos que no son capaces de aclimatarse a lo establecido como políticamente
correcto. Arrinconan a sus seres queridos, los insultan y los destierran a toda
una vida sin participar de las celebraciones propias de su linaje.
Jesús no esconde
la realidad que algunos de sus discípulos tendrán que arrostrar cuando vayan a
sus hogares para exponer y explicar que Cristo les ha redimido y que desde ese
instante sus vidas le pertenecen a él. Incluso Jesús lleva hasta el límite la
clase de animadversión que se apoderará de sus parientes más cercanos. ¿Quiere
decir esto que hemos de separarnos radicalmente de nuestros familiares más
íntimos porque no comulgan con nuestra fe en Cristo? Por supuesto que no. Todo
lo contrario. En cuanto haya respeto por ambas partes, nuestra labor como
cristianos es la de interceder por ellos ante Dios y la de aportar nuestro
testimonio vital, con la vista puesta en que algún día también confiesen al
Señor como su Salvador.
3.
¿FAMILIA O
CRISTO?
La familia es un
asunto serio para todos nosotros. Nadie quiere renunciar a ella por muchos
problemas y quebraderos de cabeza que nos dé. Jesús no nos está diciendo todas
las cosas que dijo a sus doce apóstoles para renegar de nuestros seres
queridos, y para convertirnos en islas en medio de un océano, alejados de
aquellos que nos criaron y de aquellos con los que nos criamos. No obstante, el
maestro de Nazaret no quiere que nadie establezca conclusiones definitivas y
falaces en cuanto al coste del discipulado. La familia es importantísima, algo
que cuidar, cultivar y preservar. Pero esto no se puede concebir a cualquier
precio: “El que ama a padre o madre más
que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno
de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí.” (vv.
37-38) ¡De nuevo Jesús establece unos parámetros para el discipulado que
rompen con los esquemas mentales y con los paradigmas de cualquier persona que
crea en la familia! ¿Está queriendo decir que hemos de abandonar nuestras
familias para seguirle a él? ¿No está siendo demasiado tremendista y exagerado?
Jesús no está
abogando aquí por hacer dejación de responsabilidades para con nuestros
familiares, o por dejarlos en la estacada sin miramientos para ir a correr tras
suyo. Jesús amaba y ama a la familia. Jesús tuvo unos padres y unos parientes
que lo educaron y criaron de acuerdo a lo que Dios estableció como una familia
piadosa en su Palabra. Lo que viene a decir Jesús es que podemos llegar a
elevar a los altares a nuestros familiares, descuidando nuestra alma,
entregándoselo todo a ellos y obviando que el destino eterno depende solamente
de nosotros mismos, y no de lo que decida nuestra familia qué debemos ser o qué
debemos creer. Si anteponemos a nuestra familia antes que, a Dios, estaremos
errando, porque si intentamos contentar a nuestros seres queridos que no han
entregado su vida a Cristo, a buen seguro estaremos faltando a nuestra
obediencia a Dios.
Todos amamos a
nuestros parientes, y les tenemos gran aprecio, pero si ellos nos desvían del
camino que Dios ha trazado para nosotros, ese cariño aparentemente legítimo nos
perjudicará espiritualmente e irá minando nuestra comunión con Cristo. ¿Es duro
tener que reconocer que algunos de nuestros familiares nos presionan en algún
sentido contrario a nuestra fe? Claro que sí. ¿Es difícil hacerles ver que
nosotros somos de Cristo y que hay cosas que éticamente ya no forman parte de
nuestra nueva manera de pensar y actuar? Por supuesto. Pero si queremos
dignificar nuestro llamamiento como hijos de Dios, hemos de tomar decisiones y
medidas coherentes y rotundas. Ser seguidores de Jesús implica a veces tener
que decir las cosas claras a nuestras respectivas familias, aún a sabiendas de
que eso puede desencadenar un cúmulo de rechazos y reprobaciones de su parte.
Ser discípulos y
aprendices de Jesús es un proceso arduo, sacrificado y a menudo penoso, pero
vale la pena. Está en juego nuestra salvación, nuestro destino eterno, nuestra
auténtica felicidad en los cielos, nuestro disfrute de un Dios que también es
nuestro Padre. Supone comprender que podemos morir en el intento, que podemos ser
zarandeados como trigo, que sufriremos las consecuencias de nuestras decisiones
de maneras realmente lamentables y difíciles de entender y aceptar. Seguir a
Cristo no es un hobby más, ni una opción disponible, ni un pasatiempo
momentáneo y cómodo. Servir al Señor demanda de nosotros ir hasta el final,
hasta la cruz, hasta el martirio si fuese necesario, hasta una muerte que para
nosotros solo es la puerta que nos conduce directamente a una vida perpetua
junto a Cristo. Si nos aferramos demasiado a las cosas que nos ofrece este
mundo, la familia incluida, podemos llegar a vivir una mentira y a tener que
padecer el fatídico resultado de nuestras idolatrías y afectos mal entendidos y
gestionados.
CONCLUSIÓN
Ser cristianos es
cosa seria, del mismo modo que lo es formar parte de una familia. Pero si
intercambiamos nuestras prioridades, enfatizando más aquello que es perecedero
y pasajero, y enfocándonos en personas, que sí, que amamos, pero que son
falibles, pueden llegar a decepcionarnos y a meternos en camisas de once varas,
y colocamos en segundo lugar de nuestras vidas a Cristo, estaremos perdidos.
Así nos lo asegura Jesús en los siguientes versículos: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de
mí, la hallará.” (v. 39)
Lo más importante para ti y para mi debe
ser Cristo y solo Cristo. Y a partir de ahí, de nuestra entrega incondicional y
completa a su causa y evangelio, él se encargará de cuidar y proveer a nuestras
familias, de usarnos para ser sal y luz en medio de ellas, y de ayudarnos a
administrar como el bendito don que es, nuestra familia carnal.
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