TRADICIÓN
SERIE DE
SERMONES SOBRE ZACARÍAS “REDIMIDOS, REFINADOS, RESTAURADOS”
TEXTO
BÍBLICO: ZACARÍAS 7
INTRODUCCIÓN
Las tradiciones
forman parte ineludible de quiénes somos como sociedad y como raza humana. Cada
cultura y cada civilización tienen sus propias costumbres y usos, las cuales
logran pintar e identificar la idiosincrasia de una comunidad humana. Sin tradiciones,
mucha de nuestra historia sería dejada en el olvido, muchas de nuestras
creencias dejarían de tener sentido, y muchas de nuestras actuaciones como
seres sociales entrarían en barrena hacia un caótico totum revolutum de
individualismos imposible de controlar y ordenar.
Las tradiciones
son necesarias para construir una narrativa que dé solera a una idea, a un
concepto que se presume positivo, a una enseñanza experimental de la que no
deberíamos perder de vista dadas sus consecuencias en el pasado. Todos, a veces
de manera inconsciente, participamos de estas costumbres, y hasta algunas de
ellas penetran tan profundamente en nuestras almas, que ya no podemos vivir sin
ellas, no podemos de dejar de luchar porque sigan vivas a través de nosotros.
Cada dinámica que adquiere continuidad en el tiempo, que se repite rítmicamente
a lo largo de las estaciones, y a la cual hemos conferido el estatus de
innegociable, se convierte automáticamente en una costumbre.
Las tradiciones
en sí mismas no son ni malas ni negativas. Solamente llegan a adquirir
significaciones negativas y peligrosas cuando las transformamos en auténticos
ídolos a los que no queremos renunciar pase lo que pase, cuando incurrimos en
el tradicionalismo. Cuando la tradición sobrepasa el umbral del comedimiento,
de lo esencial y de lo prioritario, transformamos algo amable y hermoso en algo
que nos fagocita, que nos absorbe por completo, que nos obsesiona. Y ya no nos
importa el fondo real de ese uso, ni el contenido primigenio de esa tradición,
dado que hemos edificado en nuestras mentes una imagen y un concepto de esa
costumbre que en nada tiene ya que ver con lo que quisimos simbolizar o narrar
desde un principio. Esta es una evolución que, aquí en España, nos es sumamente
familiar cuando hablamos de festividades y ceremoniales.
Y dentro del
propio cristianismo, también es una progresión que ha abandonado el alma de lo
que se quería representar, para abrazar simplemente lo folklórico o lo cultural
en detrimento de lo espiritual. Siglos de actos consuetudinarios relacionados
con la religión, son en el día de hoy, para muchos, un reclamo turístico, una
excusa más para divertirse y abusar de sustancias, una oportunidad para
demostrar una piedad puntual en un año de negligencia espiritual, y un marco en
el que venerar la imagen mientras se arrinconan los motivos por los que todo
comenzó un día.
La propia palabra
“tradicional” ya no es tan bien vista como antes. Antes lo tradicional era
aquello que infundía seguridad social, que barnizaba a una comunidad con una
identidad reseñable, y que marcaba los límites con cualquier otra manifestación
extraña y amenazadora. Hoy, lo tradicional es lo anticuado, lo obsoleto, lo
polvoriento. Una persona tradicional es una especie de fósil en vida que tiene
las horas contadas, ya que en la actualidad, las costumbres dejan de existir
para convertirse en modas intercambiables, en tendencias efímeras y en estilos
contradictorios. Lo tradicional simplemente es un epíteto, una etiqueta para
señalar que algo es demasiado serio como para ser tenido en cuenta en una
sociedad en la que la vanguardia y la transgresión es lo que prima por sobre
todo. Ser tradicional implica rigidez e intransigencia; nuestro mundo nos pide
ser fluidos y flexibles. Eso sí, cuando la tradición o la costumbre dan como
resultado una atmósfera lúdico-festiva, entonces lo tradicional es maravilloso
y que vivan las costumbres y usos de mi pueblo.
A.
¿TRADICIONES
HUMANAS O DIVINAS?
Los israelitas
también tenían sus tradiciones y costumbres. Habían elaborado un constructo a
través del cual podían poner en la mesa de la realidad instantes que debían ser
conservados en la memoria popular. En principio, parecían tradiciones realmente
encomiables, devotas y comprometidas. Seguro que quienes comenzaron a
instituirlas como hitos rituales tenían en mente lograr una reacción
estimulante, pedagógica y espiritualmente conmovedora. Pero con el paso del
tiempo, todo cambia: “Aconteció que en
el año cuarto del rey Darío vino palabra de Jehová a Zacarías, a los cuatro
días del mes noveno, que es Quisleu, cuando el pueblo de Bet-el había enviado a
Sarezer, con Regem-melec y sus hombres, a implorar el favor de Jehová, y a
hablar a los sacerdotes que estaban en la casa de Jehová de los ejércitos, y a
los profetas, diciendo: ¿Lloraremos en el mes quinto? ¿Haremos abstinencia como
hemos hecho ya algunos años? Vino, pues, a mí palabra de Jehová de los
ejércitos, diciendo: Habla a todo el pueblo del país, y a los sacerdotes,
diciendo: Cuando ayunasteis y llorasteis en el quinto y en el séptimo mes estos
setenta años, ¿habéis ayunado para mí? Y cuando coméis y bebéis, ¿no coméis y
bebéis para vosotros mismos? ¿No son estas las palabras que proclamó Jehová por
medio de los profetas primeros, cuando Jerusalén estaba habitada y tranquila, y
sus ciudades en sus alrededores y el Neguev y la Sefela estaban también
habitados?” (vv. 1-7)
Dos años han
pasado desde el conjunto de visiones que Zacarías consigna en los capítulos del
1 al 6. El nuevo templo va adquiriendo forma y todo parece que va a buen ritmo
en Jerusalén. Pronto todo Israel tendrá un lugar central en el que adorar y
desarrollar su vida religiosa. Ante la proximidad de la finalización de las
obras de reconstrucción de las murallas de Jerusalén y del Templo, muchos se
preguntan si las costumbres a las que se adhirieron desde hace setenta años
tienen sentido, ahora que en pocos años la razón que les impelía a instaurarlas
dejaría de tener vigencia. Para conocer el parecer de Zacarías, reconocido profeta
del Señor, se envía un destacamento de representantes del gobierno a Betel,
lugar en el que habita el profeta y en el que todavía está el santuario de
Dios, con el objetivo de averiguar si las tradiciones debían seguir siendo
observadas, o por el contrario, si debían ser zanjadas en vista de un nuevo
amanecer para Israel. La pregunta que quieren realizarle a Zacarías tenía que
ver con los duelos y ayunos que Israel había estado cumpliendo durante su
destierro en Babilonia.
Aunque Dios
había estipulado un solo día en el que ayunar, el Yom Kippur, o Día de la
Expiación, los cautivos, en su pesadumbre y añoranza, habían inventado otras
citas solemnes con el luto y la abstinencia. Cuatro eran esas citas: el décimo
mes en memoria del asedio y sitio babilónico de Jerusalén; el cuarto mes para
recordar la destrucción y asolamiento de las murallas de la ciudad santa; el
quinto mes para no olvidar el horrendo día en el que el Templo fue quemado hasta
sus cimientos; y el séptimo mes para rememorar el humillante asesinato del
gobernador Gedalías. En estos meses, el lamento por la pérdida de todo lo que
les era querido y la vergüenza por haber sido desarraigados de su identidad y
de su tierra, les ayudaba a seguir atados a lo que dejaron obligatoriamente atrás,
sin dejar de asumir la culpa por todo lo que había sucedido.
No parece algo
malo a primera vista, ¿verdad? Posiblemente todos hacemos algo parecido cuando
se nos arrebata algo que deja huella en nuestro espíritu: el aniversario del
fallecimiento de un ser queridísimo nos da pie a reflexionar sobre muchas
cosas, sobre nuestra mortalidad, y sobre todo, sobre nuestro estado espiritual
delante de Dios, y sobre los destinos eternos.
La duda que esta
legación expresa a Zacarías es legítima entonces. Si Jerusalén está siendo
reedificada y el Templo está progresando adecuadamente, ¿para qué seguir
llorando y celebrando unas costumbres y tradiciones superadas por la actualidad
social, política y religiosa? Querían recibir de Dios el beneplácito para
despojarse de estos ayunos luctuosos, y a la vez, esperaban de Él unas palabras
de reconocimiento y admiración por haber sido tan fieles a la tradición, tan
leales a una costumbre aparentemente tan piadosa.
Sin embargo,
otra clase de contestación es la que Dios manifiesta por medio del profeta
Zacarías. Es una pregunta que busca profundizar en los motivos que llevaron al
pueblo para ayunar y lamentar su dramática suerte: ¿A santo de quién habéis
vosotros ayunado y llorado? ¿La meta de instituir estas abstinencias era el
arrepentimiento y la adoración penitente delante de mí? Y cuando no endechabais
ni ayunabais, ¿me dabais la gloria y la honra que merecía? ¿Vuestra vida diaria
se ceñía a buscar mi rostro y a obedecerme aun en vuestra deportación? ¿O más
bien os dedicabais a velar por lo vuestro y a olvidaros de mí? Parece ser que
Dios no es que estuviera muy orgulloso de su pueblo en cuanto a estas
tradiciones.
En vez de darle
preeminencia a Dios, de reconocer sus dislates y sus transgresiones, de
confesar sus errores y pecados, miraban sus ombligos repitiendo hasta la
saciedad lo miserables que eran, lo mal que lo estaban pasando y el estrepitoso
fracaso de su comunidad. Tenían presentes a sus enemigos, los babilonios, los
cuales los acosaron, los asediaron ferozmente y los humillaron desplazándolos
de sus orígenes y raíces. Lloraban de impotencia y de amargura, odiando al
invasor. Tenían presentes las murallas de Jerusalén, imponentes y casi
inexpugnables, en las que confiaron para su protección y resguardo cuando el
ataque furioso del ejército babilonio las demolió piedra a piedra. Se sentían
frustrados, decepcionados y fracasados, porque nada pudieron hacer para ser
vencidos y apresados. Tenían presente el Templo de Jerusalén, ardiendo como una
hoguera, con los tesoros que éste contenía rapiñados, con el estigma de la
blasfemia y la profanación en su mente. Se sentían desnudos sin el símbolo de
lo que los hacía ser ellos, sin el centro de su existencia ritual y religiosa.
Y tenían presente a Gedalías, ajusticiado vilmente por sus adversarios,
representante último de una estirpe legendaria. Se sentían huérfanos,
abandonados, perdidos, despojados y humillados.
Pero en estos
pensamientos, ¿dónde estaba Dios? Fiaron todo a símbolos de poder humanos y
materiales para salir indemnes de los ataques inmisericordes de los babilonios,
y en ninguno de sus llantos y abstinencias fijaban sus ojos en Dios, el autor
de su miseria a causa de sus múltiples pecados y sus continuos adulterios. El
Señor remite a la representación del pueblo israelita a recoger las palabras
que durante tantos años, muchos profetas, de los que se hizo caso omiso, les
comunicaron sobre la naturaleza real de las tradiciones puramente humanas.
En un cierto
sentido, es justo lo mismo que sucede en nuestros tiempos con las tradiciones.
En las bambalinas de cada tradición hay un poso de egoísmo y de hipocresía
inevitablemente enorme. En el preciso instante en el que una tradición expulsa
a Dios de la ecuación, esta tradición deja de tener significado, y se convierte
únicamente en una justificación peregrina para demostrar lo que no se es
durante todo el resto del año, en una muestra decepcionante de devoción
cosmética, y en un ejemplo más de cómo el ser humano es capaz de contaminar y
corromper aquello que en su génesis es puro y sincero. La tradición que dice
pretender honrar a Dios, pero que lo mantiene alejado de los momentos
cotidianos en los que la fiesta deja paso a la monotonía diaria, solamente es
un modo al que mucha gente acude de calmar sus conciencias, de lavar su imagen
anual, y de recibir el aplauso y la admiración de los ignorantes. La tradición
asume su genuina naturaleza y cumple su auténtica función cuando lo esencial
nunca deja de estar presente en cada una de sus partes, cuando Dios es el
centro de la misma.
B.
LA
VERDADERA TRADICIÓN QUE VALE LA PENA OBSERVAR
El Señor quiere
dejar claro a estos hombres, que acuden a Zacarías para conocer qué hacer con
respecto a las tradiciones sombrías y lánguidas producidas en el cautiverio,
que las verdaderas tradiciones son las que Él ha transmitido una y otra vez en
su ley: “Y vino palabra de Jehová a
Zacarías, diciendo: Así habló Jehová de los ejércitos, diciendo: Juzgad
conforme a la verdad, y haced misericordia y piedad cada cual con su hermano;
no oprimáis a la viuda, al huérfano, al extranjero ni al pobre; ni ninguno
piense mal en su corazón contra su hermano.” (vv. 8-10) ¡Estos sí que son
comportamientos que deben traducirse en tradiciones y costumbres! ¡Basta ya de
lloriqueos y de golpes de pecho por la leche derramada! ¡Involucraos con
vuestro prójimo, amad sin medida a los necesitados! ¡Dejad aquellas costumbres
floridas e impostadas, y abrazad estas tradiciones que respiran bondad,
justicia y gracia!
A Dios le
importaba un comino que siguiesen observando estos ayunos, puesto que Él no los
había incorporado en su revelación al pueblo. A Dios lo que le interesa es que
las acciones misericordiosas y de auxilio al menesteroso se conviertan en
verdaderas tradiciones regulares, periódicas y continuas. Al Señor lo que le
place es que no se juzgue a la ligera a las personas, que los prejuicios no
enturbien la armonía de la comunidad, que nadie haga distingos y
discriminaciones por ninguna razón. A Dios lo que le encantaría es que cada
israelita cuidase y velase por el bienestar de aquellos que lo pasan
francamente mal, que cada ciudadano proveyese a las personas menos favorecidas.
Al Santo de Israel solamente le preocupa que los hermanos se enzarcen en
guerras fratricidas, que se muestren envidia y rencor entre ellos, que la
unidad que se está reconstruyendo se vaya al garete a causa del egocentrismo y
de la malicia.
Demasiada
importancia se da a algunas tradiciones, mientras la necesidad y la pobreza
campa a sus anchas. Mucho se dilapida de los fondos comunes para sufragar
costumbres de dudosa funcionalidad y origen, y poco se invierte en aplacar el
hambre en las tripas. Es más fácil que se garantice la celebración de un acto
folklórico que atender a los problemas por los que pasan familias enteras en
riesgo de exclusión social. Y lo que es más tremebundo y absurdo: cuántas veces
vemos a personas que dicen vivir bajo el umbral de la pobreza, pero que siempre
tienen lo necesario para participar de una tradición, para celebrar una
costumbre autoimpuesta por la presión social y religiosa, y para endeudarse
hasta las cejas.
En el momento en
el que una tradición se solape sobre una necesidad humana imperiosa y urgente,
en el que la costumbre esté carente de bondad y justicia, ésta deviene
automáticamente en una horrible evidencia de que, si Dios no lo remedia,
estamos abocados a la extinción. Es mejor vivir de acuerdo a la voluntad de
Dios sin caer en el tradicionalismo, que ser tradicionalista a pesar de lo que
Dios ha establecido como justo y verdadero. Como dijo en una ocasión el teólogo
polaco Jaroslav Pelikan, “la tradición
es la fe viva de los muertos, mientras que el tradicionalismo es la fe muerta
de los vivos.”
C.
TRADICIONES
FATALES
Pero, ¿qué pasa
cuando nos tocan nuestras tradiciones y costumbres? ¿Qué ocurre cuando alguien
intenta convencernos de que nuestras tradiciones son inútiles, vacías y absurdas?
Enseñamos nuestros dientes, bufamos como los gatos y nos lanzamos a la yugular
de aquella persona que pone en tela de juicio aquello que ya hemos
interiorizado como propio, como parte inseparable de quiénes somos, como centro
de aquello con lo que nos identificamos. ¿Habéis intentado persuadir a alguien
sobre el significado real que subyace tras las procesiones y la adoración de
imágenes y tallas? ¿Qué os han dicho? “Oh,
claro. Tienes razón. Me has abierto los ojos a una nueva dimensión de las
razones por las que estaba participando de esta tradición. En seguida dejo de
practicarla y me uno a tu parecer.”
¿Es esta la
respuesta que habéis recibido? Por supuesto que no. Solamente el Espíritu Santo
puede arrancar por completo de nuestro corazón cualquier tradición o costumbre
en la que estuviésemos involucrados hasta las trancas. Lo normal es que te
manden al cuerno, que se enfaden contigo y que no quieran volver a escucharte
nunca más. De lo que no se dan cuenta estas personas es del precio que se paga
por continuar aferrados a un vano intento de devoción que ellos mismos se han
elaborado a su medida.
Dios, a través de
un buen grupo de profetas, intentó en el pasado hacer recapacitar a su pueblo
sobre la conveniencia de vivir vidas santas y obedientes a sus designios, en
lugar de participar de ceremoniales vacíos, hipócritas y convencionales. ¿Y qué
encontró cuando sus siervos pregonaron la justicia, el amor y la verdad como
pilares fundamentales de la tradición y la costumbre religiosa? “Pero no quisieron escuchar, antes
volvieron la espalda, y taparon sus oídos para no oír; y pusieron su corazón como
diamante, para no oír la ley ni las palabras que Jehová de los ejércitos
enviaba por su Espíritu, por medio de los profetas primeros; vino, por tanto,
gran enojo de parte de Jehová de los ejércitos. Y aconteció que así como él
clamó, y no escucharon, también ellos clamaron, y yo no escuché, dice Jehová de
los ejércitos; sino que los esparcí con torbellino por todas las naciones que
ellos no conocían, y la tierra fue desolada tras ellos, sin quedar quien fuese
ni viniese; pues convirtieron en desierto la tierra deseable.” (vv. 11-14)
Se cerraron en banda, se taparon
los oídos para evitar escuchar la verdad, rechazaron a Dios, endurecieron su
alma haciéndola insensible a la voz de amor y misericordia del consejo de Dios,
atacaron ferozmente a los portadores de su oráculo profético, se opusieron frontalmente
a la actuación del Espíritu Santo, y se dedicaron a seguir con su vida al
margen de todo cuanto Dios pudiese decirles. ¿Os suena de algo?
Así vive la
inmensa mayoría de personas hoy día: de espaldas a Dios. Hacen lo que mejor les
parece, crean sus propias narraciones tradicionales, se adscriben a costumbres
contra natura, se unen a usos decididamente contrarios a la Palabra de Dios, y
pretenden expulsar a Dios de sus existencias. No obstante, cometen un grave
error. Cuando Dios los interpela una y otra vez por medio de la revelación
inspirada por el Espíritu Santo, cuando el Señor insiste por activa y por
pasiva para que entren en razón y abandonen su tradicionalismo de baratillo, y
no recibe una respuesta por parte de ellos, la paciencia de Dios tiene un
colmo, y prácticamente ya no hay vuelta atrás.
Y cuando las
cosas vayan de mal en peor en la vida de aquellos que desecharon la voz de
Dios, cuando las crisis los acosen y los derriben hasta el fango más apestoso,
cuando el dolor y el sufrimiento que causan las consecuencias de apartar a Dios
de sus vidas laceren su alma y su mente, y cuando ya no puedan más, y tengan
que recurrir por fin a Dios, ¿sabéis qué? Recibirán de su parte el mismo
menosprecio que manifestaron contra Él durante el tiempo en el que podía ser
hallado. Cuando rujan las llamas del averno, y la sed implacable se apodere de
sus gargantas, en la hora de su condenación, ya no podrán aspirar a lograr
ayuda o auxilio de parte de Dios. Tuvieron su oportunidad y la malgastaron
siendo fieles a sus lamentables y desafortunadas tradiciones. Así pasó con
aquellos que fueron llevados encadenados a Babilonia. No hicieron caso de Dios,
y la desgracia se abatió sin contemplaciones sobre ellos y sus familias. Lo
perdieron todo, y tuvieron que asumir su responsabilidad delante de Dios hasta
que su último aliento reposó en tierras inhóspitas y ajenas.
CONCLUSIÓN
Las tradiciones
pueden ser sumamente útiles para recordar y refrescar la memoria sobre algo que
nunca debemos olvidar. Pero no podemos llegar a convertir una tradición en un
dogma de fe, ni podemos superponer una costumbre a las necesidades que nuestra
comunidad de fe tenga en un momento dado. Lo que nunca debe cambiar es la
Palabra de Dios. Nada, ni siquiera una tradición presuntamente voluntariosa o
devota, puede ocupar el lugar que le pertenece a Dios y a su voluntad.
Pongamos siempre
oído a lo que el Espíritu Santo nos dice a través de las Escrituras, y pongamos
por obra todo cuanto deben ser nuestros identificadores como hijos de Dios y
discípulos de Jesucristo: la justicia, el amor y la verdad. Desechemos aquellas
tradiciones que no nos edifican y sigamos aquellas costumbres que sirven para
edificar a la iglesia y para dar la gloria y la honra a Dios, y solo a Dios.
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