LAS ENTRAÑAS DE UNA MADRE NO MIENTEN




SERMÓN DEL DÍA DE LA MADRE

TEXTO BÍBLICO: 1 REYES 3:16-28

       Las entrañas de una madre no mienten. Esa es la lección que aprendí en una ocasión que nunca olvidaré por muchos años que pasen. Aunque creo que esta lección es más una afirmación que una sorpresa, lo cierto es que existen episodios en la vida que te transmiten una enseñanza perdurable y emocionante que, con cada latido del corazón, deja una señal imborrable de aquello que es obvio y valioso a la vez. Contemplar a una madre dispuesta a sacrificar su propia maternidad por su hijo no es una imagen alegre desde la que considerar este privilegio. Sin embargo, incluso tras lo duro de una experiencia como la que tuve a unos metros de la trágica escena, uno siempre puede apelar a la auténtica justicia y sabiduría que procede de Dios. Nadie como el Señor es capaz de ver lo que nosotros no dejamos ver a los demás, y nadie como Él para dejarnos ser testigos del alcance del amor de una madre por sus hijos. Lo dicho: nunca podrá nadie arrancarme el recuerdo de aquella agridulce jornada.

      Permítanme presentarme. Me llamo Martín, y en su día formé parte de la cohorte de funcionarios de la corte del rey más sabio y más poderoso de su tiempo: el rey Salomón. Se dice de él, que cuando ocupó el trono tras el fallecimiento de su padre David, recibió una visita de Dios en sueños para ofrecerle el deseo que pudiera colmar su alma mientras caminase entre los vivos. También se comenta que su respuesta agradó a Dios, dado que no pidió para sí grandes y esplendorosos tesoros, ni una fama mundial, ni poderosos ejércitos prestos para la conquista de la tierra, ni la fortaleza sobrehumana de un Sansón. Cualquier soberano habría pedido esto a Dios. Pero Salomón parece ser que escogió ser sabio para dirigir los destinos de su pueblo y para administrar justicia y equidad entre sus súbditos. Dios, complacido con su decisión, determinó también que como respaldo a esta elección, recibiría todo aquello que su corazón anhelase. No hubo un rey tan renombrado, tan rico y tan poderoso como Salomón durante el tiempo en el que vivió, y su colección de proverbios, consejos y cánticos al amor siguen siendo de inspiración para todos aquellos que los leen y los guardan.

      Desde joven fui adiestrado en las lides del derecho y las leyes que regulan la convivencia entre las personas. Me gustaba comprender el fondo de cada mandamiento que Dios había dejado para nosotros en la Torah, y sentía la necesidad de continuar ahondando en las maneras y fórmulas mediante las cuales ejercer el derecho y la justicia entre semejantes. Alcancé prestigio con el tiempo, y siendo promovido por mis compañeros, alcancé a poder estar presente en la corte, lugar en el que se dirimían los procesos judiciales y toda clase de pleitos. Poco a poco fui conociendo la depurada técnica y la perspicacia aguda del rey Salomón, el juez supremo que dictaminaba las sentencias que ante él se presentaban, a cual más difícil y enrevesada. Y en una de esas sesiones de la judicatura presididas por el rey Salomón sucedió este episodio del cual daré cuenta en un instante con pelos y señales. De lo que no cabe duda es que quedé sobrecogido, impactado y asombrado, no tanto de la sabiduría superior de Salomón, sino de cuán formidable es el amor de una madre hacia su retoño.

      Era un día cualquiera. El tribunal real abría sus puertas para recibir aquellos casos más interesantes, urgentes y complicados. Tras dictaminar una serie de sentencias completamente justas por parte del rey, un par de mujeres llorosas hicieron acto de aparición en el pasillo central de nuestra estancia. Por sus vestiduras, no existía confusión sobre su oficio, si así podíamos denominarlo. Eran un par de prostitutas, bien conocidas preocupantemente, por muchos varones de la zona en la que éstas ejercían. Con este contexto en mente, muchos de los allí presentes ya comenzaban a dudar de que cualquier cosa que dijeran fuese cierto. Si una mujer respetable no era creíble en un contencioso, una meretriz lo sería mucho menos. No obstante, Salomón, que ya había aprendido que las apariencias engañan, y que el derecho debe ser impartido a todos por igual, las recibió de buen grado e instó a que una de ellas contase el motivo de su comparecencia ante el rey con el fin de demandar justicia.

     Una de las dos mujeres, la que no llevaba en brazos a ninguna criatura, con voz entrecortada por el llanto y la emoción, inició la narración de su versión de los hechos: “— ¡Ah, señor mío! Yo y esta mujer habitábamos en una misma casa, y yo di a luz estando con ella en la casa. Aconteció que al tercer día de dar yo a luz, ésta dio a luz también, y habitábamos nosotras juntas; ningún extraño estaba en la casa, fuera de nosotras dos. Una noche el hijo de esta mujer murió, porque ella se acostó sobre él. Ella se levantó a medianoche y quitó a mi hijo de mi lado, mientras yo, tu sierva, estaba durmiendo; lo puso a su lado y colocó al lado mío a su hijo muerto. Cuando me levanté de madrugada para dar el pecho a mi hijo, encontré que estaba muerto; pero lo observé por la mañana y vi que no era mi hijo, el que yo había dado a luz.” (vv. 17-21) 

      Dadas las circunstancias que rodeaban a estas dos mujeres, sabíamos que, como no tenían un esposo en cuya casa vivir, solían convivir en determinadas casas convertidas en burdeles. También éramos conscientes de que en muchas ocasiones las rameras quedaban encintas por descuido en el desempeño de su pecaminosa y abominable práctica, y que la muerte prematura de algunas criaturas por descuido de una madre exhausta tras su labor diaria era más frecuente de lo que quisiéramos. He aquí un caso clásico en el que dos mujeres de poco fiar se enzarzan en una reclamación de la que poca cosa se podría dilucidar. Era la palabra de la una contra la de la otra. Y dado que las criaturas tenían tan poco tiempo de edad, ¿cómo alguien iba a certificar a quién pertenecía el niño que había quedado con vida? Sin testigos que pudiesen corroborar cualquiera de las dos versiones de estas dos mujeres, era prácticamente imposible hallar una solución completamente satisfactoria. No se podía confiar en una prostituta, y mucho menos en una que acusase a otra de haberle robado el hijo. 

      Salomón, después de haber escuchado atentamente a la primera mujer, indicó a la otra a que diese su punto de vista. Ésta, con el niño en brazos, aferrado a él como si en ello le fuera la vida, contestó con gestos desafiantes: “—No; mi hijo es el que vive y tu hijo es el que ha muerto.” (v. 22) La otra mujer, mesándose el cabello y con palabras desgarradas y enronquecidas la rebatió inmediatamente: “—No; tu hijo es el muerto, y mi hijo es el que vive.” (v. 22) De repente, ambas empezaron a insultarse, a atacarse verbalmente, y a dirigirse la una a la otra en términos despectivos y humillantes. La discusión fue acalorándose, los ánimos se encendieron súbitamente, y la guardia del tribunal tuvo que intervenir para separarlas de un choque inminente. El desconcierto se adueñó de la sala, y las opiniones de los maestros de la ley se hicieron oír entre el griterío de estas dos mujeres y el desconsolado llanto del niño que portaba una de ellas.

     Salomón se alzó con calma de su escabel, y con un solo gesto acabó con esta algarada tan ruidosa y estruendosa. No le había hecho falta mucho tiempo para comprender la situación, para meditar durante un solo instante sobre la dirección de su sentencia, y para dictaminar qué había que hacerse, en justicia, para resolver este pleito. Los engranajes de su cerebro y la maquinaria de su razón, engrasados por la unción del Espíritu de Dios, habían estado trabajando a marchas forzadas: “Ésta afirma: “Mi hijo es el que vive y tu hijo es el que ha muerto”; la otra dice: “No, el tuyo es el muerto y mi hijo es el que vive.” (v. 23) ¿Qué solución habría encontrado Salomón a esta situación tan comprometida, irregular y desagradable? Con voz firme, el rey ordenó algo que nos dejó de piedra. “—Traedme una espada.” (v. 24)

      ¿Acaso el rey iba a cortar por lo sano, condenando a muerte a estas dos prostitutas confesas, y siendo él mismo verdugo consumador de la sentencia? A algunos de nosotros nos parecía algo apresurado y censurable, aun a pesar de la dedicación de estas dos rameras. ¿Sería una medida drástica y ejemplarizante con la que mostrar a sus súbditos que participar de la prostitución era algo que debía cortarse de raíz? Un soldado de la guardia, se acercó obediente ante la orden de su rey, y le entregó una afilada espada en mano. Las mujeres enmudecieron y toda la estancia quedó en silencio instantáneamente. Solo el lloriqueo del niño vivo llenaba de ecos el salón de justicia. Temblando y llenas de angustia, las mujeres se lanzaron al suelo solicitando piedad y misericordia del rey Salomón. Todos en la sala estábamos expectantes ante el siguiente paso de nuestro monarca, y a alguno que otro le castañeteaban los dientes a la espera de la estocada fatídica.

      Mirando a toda la concurrencia, Salomón blandió la espada, y sentenció: “—Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a la una y la otra mitad a la otra.” (v. 25) Los ojos se salieron de mis órbitas al escuchar las palabras del rey. ¿Qué clase de resolución era esta? ¿Partir en dos al niño vivo para que cada madre tuviese una parte sangrientamente proporcional de la criatura? ¡Esto era llevar la equidad y la justicia hasta límites insospechadamente crueles! La criatura, que no tenía culpa de nada, iba a ser la víctima de la pelea barriobajera entre dos mujeres de dudosa catadura moral… Salomón no podía estar hablando en serio. Una cosa era repartir alícuotamente una posesión o una cantidad de monedas, ¿pero dividir por la mitad a un bebé? ¡Inconcebible! Una de las madres se revolcaba por el suelo de dolor y sufrimiento al considerar lo que suponía esta sentencia radical, y la que llevaba el niño en brazos, sin apenas vacilación, entregó sin muchos remilgos a la criatura para que la espada cumpliese su justo objetivo. 

      Desde el desamparo y el patetismo más crudo, la prostituta que era la viva imagen del desconcierto y el pánico, expresó verbalmente, desde lo más profundo de su ser, su deseo de que la vida del niño no fuese segada por la espada de un soldado: “— ¡Ah, señor mío! Dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis.” (v. 26). Sin embargo, la otra mujer, con el rostro contraído por la envidia y el egoísmo más terribles, animó al verdugo a que culminase su acción divisiva: “—Ni a mí ni a ti; ¡partidlo!” (v. 26) Todos aquellos que éramos testigos de la escena, comenzamos a percibir algo que no nos cuadraba. Podíamos comprender la exclamación que la primera mujer había realizado, pero lo que la otra estaba diciendo era una soberana barbaridad. A ella le parecía que esta era la verdadera justicia y que Salomón estaba haciendo un buen trabajo, lo cual nos hacía sospechar de la verdadera identidad de la madre del niño. 

    Salomón nos sacó de este ensueño repleto de presunciones y especulaciones después de bajar la espada y entregarla de nuevo a su dueño. Contemplando la máscara agonizante y demacrada de la madre que sugería que el niño viviese aunque no fuese a su lado, el rey determinó un giro inesperado de los acontecimientos: “—Entregad a aquélla el niño vivo, y no lo matéis; ella es su madre.” (v. 27) Como un resorte, la mujer entró en un trance de felicidad y de alegría tan grande que quedó como una estatua, esperando que lo que había escuchado era cierto y que no era un sueño. El soldado que llevaba en brazos al niño vivo, se lo entregó con ternura, para después arrestar a la otra mujer, la cual también estaba todavía pasmada y alucinada por el cambio de parecer del rey. La madre del niño besaba, abrazaba y mecía a su retoño entre lágrimas de satisfacción y gozo, y reconociendo en la sonrisa del rey el beneplácito para poder marcharse de la sala de justicia, corrió entre susurros y comentarios asombrados para alcanzar la salida. La estrategia de Salomón había sido genial y realmente magistral. ¿Cómo iba a poder olvidar algo así por mucho tiempo que pasase? ¿Cómo iba a dejar de rememorar el amor sacrificado de una madre que es capaz de resignarse a perder a su hijo y de verlo crecer lejos de sus cuidados?

      Martín fue testigo de lo que nosotros hoy podemos contemplar en cada madre que se precie de serlo. Nuestras madres nunca se dieron, se dan y se darán por vencidas en lo que respecta a nosotros, sus hijos. Las madres siempre reconocen a sus hijos aunque estén perdidos u ocultos. En el corazón de las madres existe un mecanismo espiritual que detecta a sus retoños, que echa de menos a sus hijos por muy lejos que estén de ellas, que sabe que sea donde sea que estén, siempre están presentes en el alma, en los recuerdos y en los desvelos. Aquella que crio a sus hijos nunca podrá ser engañada por nadie en lo que concierne a ellos.

     Nuestras madres poseen un entrañable amor que puede con todo. No hay barreras, obstáculos y enemigos que puedan con ellas con tal de darse por completo a sus hijos. Solo las madres saben lo que es cuidar y velar por sus hijos ya desde su vientre. Y solo ellas conocen ese genuino amor que les da las fuerzas para seguir adelante por el bien de sus criaturas. No importa su extracción, su contexto, sus orígenes o su profesión. Son heroínas que nos sacan las castañas del fuego cuando más lo necesitamos. Son psicólogas que con un abrazo y un beso calman nuestros pesares y perdonan nuestras faltas. Son abogadas que interceden por nosotros cuando alguien o algo nos amenazan. Son titanes que luchan a brazo partido para sacarnos hacia adelante sin esperar nada a cambio. Son maestras de la vida que nos inculcan y contagian ese mismo amor que las consume por dentro cada vez que piensan en nosotros. Son coraje y valentía, fe y esperanza, compasión y perdón, consuelo y fortaleza. Sus entrañas nunca mienten, porque Dios las ha creado con un patrón hermoso y delicioso de amor inquebrantable que ningún hijo debe desdeñar o deshonrar.

      Nuestras madres son sacrificadas criaturas que, con tal de ver a sus hijos felices y en el camino de la santidad, invierten su tiempo en nosotros, aun cuando nosotros les hacemos perderlo con nuestras travesuras y rebeldías. Su sacrificio es tan enorme que son capaces de quitarse de ellas para dárnoslo sin aguardar una recompensa terrenal, aunque Dios las esté esperando en los cielos para galardonarlas de maneras increíblemente especiales. A veces creo que solamente las madres son conscientes del amor que Cristo derramó por nosotros, simplemente porque ellas ofrecen sus vidas en el altar de las nuestras solo para ser como Jesús. Un hijo desagradecido es lo peor que puede haber en este mundo, porque, o es desconocedor de los esfuerzos espectaculares que su madre ha hecho por su bien, o es un ingrato que vive únicamente para aumentar su ego. Si hay una palabra que describe a la perfección a una madre, esa es “sacrificio.”

      No esperemos a que nuestras madres se marchen de este mundo al cielo para agradecerles lo que significan para cada uno de nosotros. No dilatemos ese momento en el que acercarnos a ellas para abrazarlas, besarlas y achucharlas con cada ápice de nuestras fuerzas. Sin ellas, hace siglos, un niño inocente habría muerto partido en dos. Ama a tu madre, respétala y el Señor te dará una buena vida y largura de años para disfrutarla junto a tu madre y toda tu familia.

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